José Antonio Miralla nació en la Córdoba argentina en 1789 y murió en Puebla de los Ángeles (México) en 1825. Cursó estudios en Buenos Aires y abandonó la Argentina (mejor dicho el Virreinato del Río de la Plata), ya para no regresar, en 1809. Durante esos dieciséis años residió en Perú, España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Cuba, Venezuela, Colombia y México.
Hombre polifacético, de vasta y profunda cultura, y en extremo meritorio, se dio a aprender lenguas, medicina, teología, jurisprudencia, matemática. Su estadía más larga (1809-1825) transcurrió en Cuba, donde prodigó sus afanes por la libertad de ese país.
Por las fechas de su vida, pertenece a la generación de los neoclásicos argentinos (Manuel José de Lavardén, Juan Cruz Varela, Esteban de Luca, Vicente López y Planes, etcétera), todos ellos de muy limitados valores poéticos.
Lo cierto es que su producción literaria permanece dispersa y se conoce muy poco. Sin embargo, en fecha tan lejana y precisa como 1960, en que cursé el último año de la enseñanza media, conocí la existencia de José Antonio Miralla: papelero como soy, conservo con cuidado la Historia de la literatura americana y argentina, manual compuesto en 1940 por Fermín Estrella Gutiérrez y Emilio Suárez Calimano.
El libro incluye —redactadas por el primero— algo más de dos páginas de información sobre la ajetreada vida del poeta y —lo que es mucho más interesante— la transcripción completa de la «Elegía en el cementerio de una aldea».
Estos treinta y dos serventesios clásicos (con algún mínimo desliz o licencia) constituyen la versión española de la «Elegy Written in a Country Churchyard», del poeta inglés Thomas Gray (1716-1771). Miralla cumplió su traducción en 1823, en la ciudad de Filadelfia: tenía sólo veinticuatro años.
Afirma don Fermín:
Los otros traductores españoles de la célebre «Elegía», se ven forzados, según Menéndez y Pelayo, a usar muchas más palabras que las que hay en el original inglés —una tercera parte más de versos casi siempre—, acudiendo a paráfrasis y amplificaciones que desnaturalizan por completo el poema, no ocurriendo así con la versión de Miralla, siempre fiel, y que «en algunas estrofas —dice el ilustre crítico— acertó a no perder nada del texto y a calcarle en una expresión sobria y castiza, sin afectación ni violencia». Las estrofas de este poema están trabajadas con una conciencia artística rara en esta época en nuestras letras […].
Sea por estas causas explícitas y conocidas, o por otras tácitas e ignoradas, la traducción de Miralla ha encontrado buena acogida en más de un famoso florilegio poético. Por ejemplo, Roy Bartholomew (Cien poesías rioplatenses. 1800-1950. Antología, Buenos Aires, Raigal, 1954) y Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges (Antología clásica de la literatura argentina, Buenos Aires, Kapelusz, 1937) han reconocido, con el hecho de la inclusión, la labor poética de la «Elegía» de Miralla, que es ahora tan suya como lo fue la «Elegy» para Gray.
Fernando Sorrentino
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