Comenzaba los estudios de preuniversitario cuando la certeza del asesinato del Che impactó a todos. En otras ocasiones ya lo habían matado a nivel de titulares. Mas, en esta oportunidad las noticias —en algunos aspectos contradictorias— llegaban acompañadas de fotografías, páginas fotocopiadas del Diario escrito hasta el mismo día 7 de octubre de 1967, y que se decía ocupado. No obstante, en los primeros momentos primó la tendencia a rechazar que fuera el jefe de la guerrilla boliviana. Incluso, recuerdo cierta hipótesis de que podía tratarse de una figura de cera y no del cuerpo real.
El día 15 de octubre de 1967, el propio Fidel cumplió la dolorosa misión de informar al pueblo ante las cámaras de la televisión nacional. Había transcurrido una semana. Las noticias se cotejaron y estudiaron cuidadosamente. Lo reveló todo con lujo de detalles: antecedentes, circunstancias que rodearon los hechos, las noticias que circularon, la evaluación del Diario, las frases, el estilo de escribir y la forma de la letra, imposibles de imitar.
Naufragaba la esperanza, se esfumaba cualquier posibilidad remota. En una bellísima carta a modo de recordatorio Haydeé Santamaría expresaría, de manera honda y sentida, lo que Cuba entera llevaba dentro:
«Una bala no puede terminar el infinito […] Cómo puede ser cierto, este continente no merece eso.»
No existía otra verdad: las fotos, verídicas; el Diario, auténtico. El propio Comandante en Jefe lo explicaba entonces:
«¿Qué sentido tendría para los revolucionarios mantener ilusiones falsas? ¿Qué se ganaría con ello? ¿Es acaso que los revolucionarios no debemos ser los más preparados para todas las circunstancias, para todas las vicisitudes, para todos los reveses incluso? ¿Es que acaso la historia de las revoluciones o de los pueblos revolucionarios se ha caracterizado por la ausencia de golpes duros? ¿Es que acaso los verdaderos revolucionarios no son los que se sobreponen a esos golpes, a esos reveses, y no se desalientan? ¿Es que acaso no somos los revolucionarios precisamente los que pregonamos el valor de los principios morales, el valor del ejemplo? ¿Es que no somos acaso los revolucionarios los que creemos en la perdurabilidad de la obra de los hombres, de los principios de los hombres? ¿Es que no somos los revolucionarios los primeros que empezamos por reconocer lo efímero de la vida física de los hombres, y lo perdurable y duradero de las ideas, la conducta y el ejemplo de los hombres, si ha sido el ejemplo que ha inspirado y ha guiado a los pueblos a través de la historia?»
Y aunque el Che siempre fue muy él, muy único, por entonces no era el de la foto de Korda ni tampoco el Guerrillero Heroico. Con su muerte, apareció el icono de la rebeldía esculpido o dibujado de mil formas y en mil lugares diferentes, el estandarte de la lealtad a los principios revolucionarios, de la integridad, del valor, del desprendimiento, del desinterés…
El asesinato lo inmortalizó para siempre, lo redimió para Cuba, para Latinoamérica y para el mundo.
¿Cuántos por ahí —creyendo más en la vida física que en la fuerza invencible del ejemplo— se duelen y se conduelen de que el Che no permaneciera vivo? ¿Acaso lo están Martí, Maceo, Máximo Gómez?
Sabemos que su probada condición de revolucionario, su lealtad, inteligencia, cultura, capacidad de previsión y trabajo, honestidad, espíritu de sacrificio, desinterés, austeridad, disciplina, actitud ante la inacción y otras muchas cualidades difíciles de aunar en una sola persona, nos hubieran sido de gran utilidad a lo largo de todos estos años de Revolución.
No basta con proclamar que seguimos su ejemplo, con rendirle homenaje de octubre a octubre. Veo al Che como un detonador que pone en marcha la acción revolucionaria misma, potencial decisivo para forzar el curso de los acontecimientos.
Por estos días de destrozos materiales ocasionados por la fuerza de dos huracanes, discurren en mi cerebro términos y conceptos en los que el Che insistió en su bregar como ministro de Industrias: productividad, control de la calidad y los recursos, ley del valor, solidaridad, educación completa para el trabajo social, perfeccionamiento de los métodos de dirección, eficiencia, relaciones vanguardia-masa…
También podrían —como afirma Carlos Tablada Pérez, Premio Extraordinario (1987) Ernesto Che Guevara, Casa de las Américas— «listarse largamente los escollos y las fallas que el Che va señalándole al proceso, con honestidad y el rigor autocrítico, que contribuyeron tanto a su inmenso prestigio personal e influencia educativa».
El cuerpo ya no existe, aunque el bronce semeje el paso luengo americano, o el brazo rebelde en cabestrillo, la batalla libertadora final. Sus huesos —encontrados según vaticinó el Poeta Nacional— reposan en santuario. A 41 años de su caída en combate, deberán inspirarnos.
Atrás, muy atrás quedaron los tiempos del preuniversitario, cuando la muerte del Che provocó incredulidad y asombro. Los soldados yanquis se desgastaban en Viet Nam, los hippies protestaban contra el «establishment», los Beatles retumbaban en los cuatro puntos cardinales…
Todavía multitudes lo lloran con rabia y decisión. Jóvenes de un lado a otro del planeta tatúan su hechura en brazos y pechos. Aparece en banderas, carteles, gorras, pulóveres, vidrieras, etiquetas y anuncios. Mientras nuestra cabellera encanece, la de él permanece negra, lacia, inalterable bajo la boina tocada con la estrella de cinco puntas, humedecida de cañaverales, salpicada de cemento, prisionera de la niebla de octubre o del aire soleado de la plena mar.
Como velocistas temibles, los años implantan récords formidables y la meta se torna ardua, comprometida.
El camino es largo y lleno de dificultades. La tarea, magnífica.
Mercedes Rodríguez García
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