Por Julio César Londoño
Cuando hacemos la lista de los grandes inventos, siempre están allí la rueda, la brújula, el papel, la imprenta, los plásticos, el avión, la televisión, el computador y el celular, entre otros cachivaches ilustres; pero con frecuencia olvidamos al papá de todos los ingenios, el lenguaje.
Nadie sabe cómo sucedió. Nadie es capaz siquiera de imaginar cómo pasó la especie del gruñido al suspiro, a la interjección, al gesto, y de aquí a la sonrisa, al silbo, al nombre, la plegaria y la canción.
Algunos sabios despistados creen que el hombre inventó el lenguaje gracias a su portentosa inteligencia. En realidad fue al revés: el lenguaje nos hizo inteligentes. A esta conclusión llegó Jaques Monod al notar que la aparición del sistema nervioso central de la especie es muy posterior a la invención del lenguaje. El don del lenguaje nos modificó de manera muy íntima. La luz de la palabra clarificó nuestro pensamiento, suavizó nuestra rudeza. Tal vez por esto es que las Escrituras rezan: al principio fue el verbo.
Los lenguajes no son puramente lógicos, porque no son aparatos arbitrarios y axiomáticos, como la matemática. Los hacen las generaciones y el largo tiempo, por eso encierran lógica y paradojas: “corta” es una palabra corta, pero “larga” no es una palabra larga; “separado” se escribe todo junto, pero “todo junto” se escribe separado; moon, observó Borges, es casi simétrica, como la luna; rimbombante es convenientemente ampulosa, pero “tomate” no se parece al tomate. “Agua” tiene la simplicidad de ese elemento, pero hubiera sido preferible un fonema más líquido que la G, la L: lío en vez de río. El nombre del río Mississippi está lleno de meandros. “Sinuoso” se parece a lo que nombra. “Prepotente” no necesita explicación.
Tenemos vocablos para todo: para la parte del casco que protege la boca (mordaza), para un reflejo en aguas rizadas (la luna rielaba…), para una arista suavizada (chaflán), para el barniz que le imprime el tiempo a las cosas (pátina), para el vello que va del ombligo al pubis femenino (romavali, vocablo árabe, por supuesto), para un gesto maluco o petrificado (rictus) y para esas partículas que flotan en un rayo de luz (vilanos). Tenemos una palabra comodín que nos saca de apuros (cosa), otra para el espacio sin cosas (el vacío), otra para cuando no hay cosas ni espacio (la nada), para su antónimo (el universo) e incluso para cuando no podemos verbalizar un concepto: “inefable” es un pariente sofisticado de “cosa”; lo usamos cuando nos quedamos sin palabras, cuando reconocemos que estamos frente a algo que se resiste al lenguaje, como la definición del amor o el sabor del agua. William Ospina, maestro receloso del lenguaje, asegura que “lo inefable” abarca el 99% del universo y que nuestros vocabularios se ocupan, ufanos y ruidosos, del uno por ciento restante.
Los sabios saben ordenar palabras tranquilas de maneras inquietantes: “El tiempo es la imagen móvil de la eternidad”; con las palabras de todos los días la gente inventa frases extraordinarias: ¡Me cogió la noche! Los muchachos le dan giros nuevos y felices a los viejos adjetivos: esa vuelta es breve. Los compositores urden blasfemias irrefutables: por qué será que uno toca el cielo cuando está pecando; a los aforistas se les ocurren ironías certeras: “El líder es un sujeto que sigue a las mayorías”, y los poetas urden plegarias extrañas: “Dios mío, que no haya tanta belleza”.
Con palabras hacemos la fiesta, el comercio, la ciencia, la amistad. Las palabras arengan, oran, maldicen, seducen, engañan, enseñan. Son un calidoscopio infinito, un puzzle inagotable, un juguete extraterrestre, un mecano que parece diseñado por un dios ocioso, no por homínidos aplicados.
Fuentes: El Espectador y NTC
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