El silencio se estregaba
contra todas las paredes.
San José de Costa Rica
tiene el corazón ausente.
Como sombra de la tarde
que en los altos cerros muere
va Francisco Morazán
por caminos de la muerte.
Su alta frente le reluce
con resplandores celestes
y sus botas de combate
con el paso duro y fuete.
No le cuelgan charreteras
en el hombro, ni sostienen
la guerrera y los botones
sus geografías de leche.
Francisco -el hijo- se cuelga
de su cuello porque quiere
unos ojos sin sentido
y mil músculos inertes.
Villaseñor a su lado
en su hamaca de inconsciente
camina con los pies altos
y un carbón entre las sienes.
Saravia sueña ya muerto
con fusiles impotentes
y un anillo de alas blancas
que entre los dedos mantiene.
Una luna sin luz blanca
en la tarde absurda tiende
su papalote redondo
entre murallas de nieve.
En su pecho reventaron
granadas de sangre y muerte.
De una descarga cerrada
hombres como el, no se mueren.
Entre una negra humareda
su cabeza hermosa yergue
y una nueva voz de mando
sobre la tierra le tiende.
Antonio Pinto se mira
lleno de sangre inocente
y en los rincones de su alma
oscuros gusanos muerden.
Sobre la plaza con luna
a esas horas como siempre
la negra araña nocturna
costura telas silvestres.
David Moya Posas, poeta hondureño
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