Luis Alfaro Vega* me ha enviado un libro que me ha cautivado sobremanera, se llama Luces y sombras de otro tiempo, en el cual, como él mismo dice en su presentación, recrea «vivencias desde los parajes rurales, donde aún es posible encontrar vestigios de la esencia que os modeló como costarricenses, pero que, por una apócrifa modernidad, y sobre todo por desmemoria, se va perdiendo». Amor a la familia, a los animales, a la tierra, al campo costarricense; sabiduría popular, supersticiones, dolor, sueños, muerte, adversidades, miedo, incertidumbre, inocencia, tensión, necesidades, recuerdos, fidelidad, soledad. Cuentos llenos de poesía, en los que se puede palpar el agua, sentir el viento, oír el canto de las aves y trotar de los caballos, el ladrido de los perros, oler la fragancia de las flores, cuentos que atrapan al lector. Gracias, Luis, por este gesto tan bonito, y te deseo muchas felicidades por compartir conmigo este regreso a las raíces.
Las horas se alargan cuando uno está en silencio. Son parsimoniosos hilos de tiempo que caen y caen sin cesar, como el agua de los ríos que baja y baja y no tiene fin. Agua que es distinta a cada momento sobre el mismo río, acompasada bajando, igual que el tiempo. (“La vela”)
La luna se alzó silenciosa alrededor de la casa. Desde la cama puedo verla en su lento vuelo hacia el centro del cielo. En su enorme cara amarilla se adivinan cráteres, ríos, montañas, almas soñando que otras sueñan. “En todas las esferas que cuelgan en el universo hay vida”. Elucubré, al tiempo que imaginaba las disímiles formas de tales seres. […] La madrugada fue larga. Pocas veces la luna avanza tan lentamente en su recorrido hacia el vacío que se abre detrás de la montaña. Como jugando a las escondidas, sin prisa se ocultaba y aparecía detrás de los tronco de ciprés del patio. Poco antes del amanecer, la noche se tornó más oscura, instante en que la luna completó su atajo y se hundió en el precipicio, muda detrás de los altos cerros. Ya no se veía nada, únicamente se escuchaban los gritos de los pájaros nocturnos, que permanecen despiertos ahuyentando con sus graznidos los obstinados fantasmas que en la noche acosan. (“La visita nocturna”)
Durante las largas horas de la vela llovió sin cesar. En la sala de la casa no hubo llanto, llanto que a veces sí y a veces no, expresa lo que las palabras no pueden. Esa noche no hubo llanto, el sufrimiento maduró a tal punto que los ojos de los presentes se vedaron a las lágrimas. La comunidad se ofrendó en colectivo, intrínsecamente llorando, vibrando de fiebre cual una sola alma, cual una sola ola levantada en destemplanza y color, calentura de lo incomprensible que duele y duele y es imposible explicar. (“La santita Eduviges”)
Un mes de tantos, en abril, cuando el verde reinicia la colonización del suelo, nos propusimos cruzar la montaña. De madrugada salimos sin compañía de sombras, únicamente guiados por el olor del monte, por la brújula de la sangre que memoriza el trillo entre las raíces. La noche es un inmenso hoyo negro, más negro cuanto más próximo a la luz. El sendero poco a poco se iluminó de pocitos pálidos entre los ramajes. Sin darnos cuenta, paso a paso, la fogata del sol colgaba sobre nuestras cabezas. (“Aullido de montaña”)
En torno a Apolo lloramos todos; papá, mamá, mis hermanos y yo. Juntos procuramos entibiar su helado corazón. Juntas, ensimismadas almas atesorando imágenes, extrañando su compañía y consuelo, madurando comparaciones, reconociendo que hombres y animales somos transitorios, prodigando destellos, rumores abundantes sobre la probada fidelidad del fallecido, que ahora se retiraba, para siempre, a un lugar del que nadie puede dar noticias. Lo enterramos en el centro del patio, donde crece este árbol de corteza amarillo, que en los días de verano recibe doce baldes de agua. (“Un miembro más de la familia”)
Afuera el sol estaba completo, bebiéndose el relente en las hojas del jardín, donde las rosas hacen alarde, comunicando secretos, reflejando la luz con su perfume. Las moradas cartulinas, más pálidas pero esbeltas, estirando sus talos altos, moviéndose al vaivén del viento. En el cuadro un colibrí se asomó, tímido, interpelando los jacintos, velocísimo entre los olores de la mañana. (“Los parteros”)
Para evitar ser sorprendido en tal trance, es menester quedarse despierto, vigilante, cuando el aire de las noches se tapiza de luciérnagas, porque esas diminutas luces que se encienden y se apagan sin cesar son muertos buscando un rincón. En el azar de ir hacia delante recorren ranchos, pueblos, desprevenidas conciencias. A estas sordas luces heladas que avanzan en subibaja, nada las detiene, ningún muro o montaña o hechizo. (El puño de pelos)
Los ojos de abuela Ernestina reflejan otro fondo, lagunillas que no brillan, fuentes opacas como carbón, agüita fría que corre despeñadero abajo, y su silencio, ah su silencio, ¡qué terrible poder destructor!, silencio que seca los frutos del alma. Es cuando uno comprende que las cosas están bajo el poder del silencio, que el silencio es la primera piedra del templo de la vida. La casa se trocó en un escenario sin palabras, donde únicamente pensamientos adversos, salen y rebotan en desorden. Frío en las noches, ojos abiertos, oídos atentos a la voz que estremece la memoria. (“Un río hondo y sereno”)
Cuando se encendió la pantalla, pude distinguir varias hileras de perfiles negros, anónima gente concentrada en el mismo punto, esperando reír o llorar, o al menos distraer lamente de los cotidianos enredos y angustias […] El cine no me gustó porque la gente debe apretujarse, ocupando un mínimo asiento en la oscuridad, sin conocer a los de al lado, y sin poder conversar, únicamente es dable reírse si los demás se ríen, y hay que permanecer inmóvil observando el correr de las escenas. Dentro de un recinto cerrado nadie conoce los pensamientos ajenos, las paredes apretujan las almas. (“Un viaje a la ciudad”)
Abril, mes de las lluvias, mes de las flores, instante de la sensualidad, hora del deseo, minuto del mirón, segundo de la eternidad, letanía del suplicio. Margarita, florida superficie, resguardando el flujo de mi savia, el embate de mis crecientes envites. […] el reloj de arena giró muchas veces sobre sí mismo. El planeta completó una nueva rotación, así lo avisan las flores amarillas del corteza, que cual mariposas se desprenden y caen tapizando el suelo. Es abril, sopla el viento que anuncia la lluvia. Es nuevamente abril. Un manto exuberante cubre la tarde. Un trueno pare la memoria y, de súbito, por puro regocijo del cielo, se desprende en recio aguacero que aplaca el polvo, que moja la tierra con un perfume que los sentidos contienen. (El samueleador)
En estas serranías para levantar una casa hay que herir una loma, sacarle una tajadita, con pico y pala y sudor y la ilusión de que no se la llevará el viento. Aquí, en esta lejanía, aprendí que las semillas están vivas, que son cápsulas de futuro. Aquí, sin suelo plano disponible, hay que sembrar en pendiente, vacío abajo, entre raíces, bejucos y serpientes. El principal obstáculo es la fuerza de gravedad, ese ímpetu extraño que jala desde las aguas del río, y aún más abajo, desde la profundidad de la tierra. (“Fruto del esfuerzo”)
Con los años compramos una finca, levantamos una casa de laurel y cedro, con helechos y begonias en el corredor. En el potrero pastaba el ganado: briosos caballos, dóciles vacas y fuertes bueyes. Nos rodeamos de gallinas, cerdos perros, garos, gansos, y una lora de copete que hablaba más que el cura. La cerca frente a la calle principal hervía d heliconias, piñuelas, palmeras, güitites, veraneras. El mundo redondo en sus giros, ecuánime y pausado, flotaba en armonía en nuestro reino. (“La ignorancia, piedra en su honda”)
Abrió la puerta tan suavemente que creí que era el viento, pero apareció con su cuerpo alto, como una sombra entre las sombras. Cuando se acercó, estuve a punto de gritar pero el pánico me lo impidió. Se arrimó sin titubear, se sentó ene. Borde de la cama y se inclinó hasta mí, acercando su rostro. “¿Qué estaba pasando, quién estaba a mi lado peguntándome lo que ya sabía?” (“El milagro dentro de los sueños”)
En diciembre la cosecha está madura. Los vientos de estos días anuncian navidad, un aire claro adelanta verano, penetra los sentidos, uno percibe los ¡rostros cambiar de semblante, ornamentar sonrisas, poseedores de esperanza, un hálito que aflora en días de pesebre, de morada en morada, de pueblo en pueblo, como un reguero de pólvora que se expande, como un aguacero que inicia aquí u e el mismo instante abarca el horizonte, y más arriba el inmenso arco iris. (“Diciembre de la infancia”)
La tarde que papá siguió a Antonieta, el cielo estaba nublado, la lluvia no tardó en caer, el aire se puso espeso, difícil de atravesar. Con gran esfuerzo lográbamos mantener la respiración. Nos reunimos en la cocina a esperar, viéndonos los unos a los otros in decir nada. Papá la siguió sin que ella se diera cuenta, por entre cercas, agazapándose entre los árboles. Ella campante, avanzaba sin sospecha. (“Cuervo negro”)
Aquí las horas tienen el mismo tamaño, el día y la noche son porciones idénticas, iluminadas con luz artificial. En las noches no titilan estrellas, ni aparecen cometas que surcan la gelatina espacial y en ojiva desaparecen en el vacío, son noches con ruidos monótonos y silencios conocidos. Días sin relente en las hojitas del amanecer, ni extensiones verdes, ni riachuelos, ni peces de colores en las pozas, ni pozas, ni verano, ni tonalidades de invierno, ni cantos de pájaros. (“En el hospital”)
Construí un camino hacia Granada, pasando por un volcán que asoma fuego por una ventana que no se cierra. A la derecha del camino la ciudad de Masaya, donde las gentes son artesanos y sandinistas, los come yuca les dicen. Casas de paredes de barro con techo de teja y puertas de gruesa madera, donde carretones tirados por caballos circulan por las calles empedradas sonando música en ir y venir. Finalmente Granada, orgullo de los nicaragüenses, donde nació el poeta Pablo Antonio Cuadra. (“El Nica”)
Nunca hombre y perro se comunicaron más profundamente que en el furor de la caza, ambos conocedores del significado del más mínimo detalle; un silbido, una palabra, el tono de la palabra, el brinco, la colocación de las orejas, los olores, la dirección de los olores, cadencia del ladrido, su hondura y alargue. (“La caza, una partida de ajedrez”)
Abuelo Chente decía que si uno vive en comunidad tiene el deber de participar, no es sólo caminar el camino que otros hicieron, hay que aportar un pedacito de trecho. Eso decía y también que las convicciones profundas de las personas se construyen en comunidad. Para vivir mejor hay que conversar, intercambiar, crear vínculos para no ser como animales que se matan entre sí. […] Yo no estoy de cuerdo con abuelo Chente en que los animales no están organizados y que por eso se matan entre sí, he visto que ellos sí están organizados, y matan únicamente cuando tienen hambre. (“La organización”)
Sin pausa continuaron el trote. No se detuvieron ni siquiera cuando una jauría de congéneres se arremolinó en torno a una hembra en celo, ni cuando unos hombres en jolgorio a la vera del camino, los llamaron y les ofrecieron comida. De similar contextura, uno blanco y otro negro, habían vivido juntos desde el nacimiento, cuando, sin ser hermanos, fueron alimentados por una misma madre. Ahora iban en dirección de lo desconocido, pero con una meta común. […] No se detuvieron por las inclemencias del tiempo, el sol que como un hierro hirviente calienta los lomos durante la mañana, o la férrea lluvia que a media tarde se desprende nublando el horizonte. Únicamente interrumpieron la marcha para reconocer un tufillo en la vecindad de la calzada: una mancha de sangre seda. Se dispensaron una mirada esquiva y, en un postrero esfuerzo, aceleraron el paso. (“Fraternos”)
El leopardo y la danta eran cotidianos en los trillos, sus bultos se aparecían de súbito detrás de los matorrales, haciendo ruido en sus carreras. Las pavas alardeaban en las altas ramas de los ceibos, las lapas rojas y las verdes comían en jolgorio las semillas de los almendros, las serpientes se acurrucaban en las galeras, entre la leña seca, buscando el calor que le temporal no les daba. (“La señal de la sangre”)
Cercano a los veinte años, fui el blanco de una morenita de trece años, independiente la mocosa. La primera vez que nos encontramos me miró de arriba abajo; ladeó los ojos y me sonrió levemente. Quedé tieso, helado, con toda la sangre acumulada en el rostro. No supe cómo reaccionar, se me debilitaron las canillas, no pude articular palabras. Ella lo notó. Desde ese día el destino estuvo marcado; yo huyendo de la mocosa, aunque la deseaba, ella acorralándome sin descanso. (“Colectivo don Nino”)
Luis Alfaro Vega (Santa Bárbara de Heredia, Costa Rica, 27-4-1961). Licenciado en Sociología por la Universidad de Costa Rica.
Segundo lugar en poesía en el Certamen de Poesía y Cuento. Ministerio de _Cultura de Costa Rica. Año Internacional de la Juventud.
Mención honorífica en poesía en el Certamen UNA Palabra. Universidad Nacional de Costa Rica.
Mención honorífica en poesía en el certamen latinoamericano Por la Paz en Nuetra América. Alfalit Internacional.
Libros publicados:
Reunión de Santa Bárbara, 1990 (coautor). Poesía
Poética de la Muerte, 1998. Poesía
LIBO, 2000. Poesía
Cabálicas, 2006. Poesía
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