Como soy amante de los libros desde que tuve el primero en mis manos y tuve el placer de ser bibliotecaria durante 25 años, también me he quedado de una pieza al saber que en muchos lugares se destruyen libros, revistas y periódicos sin más ni más. En el Centro de Documentación e Información Pedagógica (CDIP) donde trabajaba antiguamente “hicieron zafra” —y disculpen la frase, pero no existe otra más a tono— con esos documentos y algo más, todos los juegos de fichas en cartulina y a máquina, y ¿saben por qué?, por la sencilla razón de que el mueble estaba comido por los comejenes y como se habían perdido, deteriorado y destruido tantos libros, era mejor empezar de cero: en papel recortado y a mano… Incontables títulos tenían juegos de fichas analíticas, algunas sumaban más de 20. No puedo describir mi asombro, mi tristeza y mi impotencia juntas de aquel día. También en el archivo del periódico donde trabajo ocurrió algo similar: los libros, donados a bibliotecas y periódicos solo se almacenan durante cinco años. Así que si un reportero necesita de un material anterior a esos cinco años, debe ir a otro lugar a buscarlo… Por eso comprendo perfectamente el artículo de Félix Sánchez, sobre todo cuando indica: “Mientras la Universidad se movía hacia los municipios, la Biblioteca, que es base en todo estudio serio, en toda investigación, que es una aliada histórica y natural de la escuela, marchaba en sentido contrario.” Lo más triste es que es un proceso irreversible, lo destruido no se recupera, y ni pensar en la digitalización, porque se han perdido tantas cosas. No hay más seguridad que lo que queda en blanco y negro sobre papel. Este es el artículo que les propongo, ustedes sacarán sus propias conclusiones:
S.O.S., ALEJANDRÍA. ¿BIBLIOTECA VERSUS UNIVERSIDAD?
Por Félix Sánchez
Unos meses atrás quise consultar en la biblioteca provincial de Ciego de Ávila las revistas RDA, porque una novela en la que trabajo hace tiempo está ambientada en parte en ese país, y para mi sorpresa una de las gentiles muchachas de la sala general me dijo: “Todas esas revistas de los países ex-socialistas se destruyeron”.
Le pregunté otra vez, incrédulo, y me reiteró la noticia demoledora (o desencuadernadora): “Todas, todas ellas, las Sputnik también”. Según entendí la razón era que ya esos países no existían. Bueno, algo así como que al liberarse América del dominio español y desaparecer esas colonias, parte de la corona, alguien hubiera decidido quemar todos los libros y revistas impresos en el nuevo mundo y que se encontraran en las bibliotecas españolas. “Se quemaron porque esos virreinatos ya no existían”. ¡Dios mío, qué suerte para la historia y la cultura que a nadie se le ocurrió ese disparate!
Ese incidente con la revista RDA habría bastado para una alarma, pero en ocasiones uno regula sus alarmas, las desmonta un poco para que no se pasen el día sonando. Sin embargo unos días después me vi en la necesidad de hacer un examen de inglés donde tenía que llevar un libro de alguna de las ciencias sociales que estuviese escrito originalmente en ese idioma, y como trabajo en el mismo edificio donde está la biblioteca, se me ocurrió que podrían existir algunos ejemplares en ese idioma. Era intuición o que recordaba haber visto libros en inglés en algunos estantes.
Nuevamente el síndrome de la biblioteca de Alejandría me golpeó. Y la alarma, desobediente, empezó a sonar. “No hay ninguno. Los libros en inglés que estaban en esta sala se destruyeron porque nadie los utilizaba”.
Dos incidentes que apuntaban, y no casualmente, hacia el mismo lugar. Una concepción de la utilidad, de la función de una biblioteca, bastante estrecha. Pero como dice el dicho que a la tercera va la vencida, que es el tres el número mimado de las argumentaciones, pues debieron pasar unos días para ponerle a la alarma toda la corriente y subirle el volumen. (A propósito, también el tres es un número fatal, y antibibliotecario, porque la Biblioteca de Alejandría asegura la leyenda que fue destruida tres veces: en el 272 d.C. por orden del emperador romano Aureliano; en el 391, cuando el emperador Teodosio I la arrasó junto a otros edificios paganos, y en el 640 por los musulmanes)
Hace par de semanas, en Sancti Spíritus, a donde viajé a un evento de literatura, una bibliotecaria de la sala general, me habló también de cierta operación que se preparaba para el alivio de los fondos de la institución, una operación que estaba en marcha o echaría a andar pronto.
Era demasiado ya para mi alarma. Al regresar a Ciego de Ávila le pedí al director de la Biblioteca provincial que me atendiera un momento. Y le solté como de un tirón toda esa carga de miedo. No la gran biblioteca de Alejandría ardiendo, el hecho bárbaro (intencional o fortuito), perdonable en las coyunturas de la historia, en las penumbras de una civilización naciente, sino una parodia de esa acción, terriblemente masiva y sobre supuestas bases lógicas. El director me dijo que sí, y que eso venía de arriba, que era una orientación, y que se seguía la experiencia de las biblioteca públicas de otros países. Y me puso ejemplos creo que de Perú o Venezuela. (El vicio de copiar lo que nos conviene, sacando de contexto las políticas)
La información del director, de mi atento y solícito y caballeroso amigo Medardo Jiménez, fue resumida así, si todavía mantengo en la memoria la conversación: “Periódicos y revistas nacionales: en las bibliotecas municipales 3 años, en las provinciales 5”.
Le pregunté: ¿Falta de espacio? Bueno, es una razón, la otra es que esa función de archivar la prensa nacional le compete a las otras bibliotecas, las nacionales.
Me quedé de una pieza, más bien de una página trémula. Mientras la Universidad se movía hacia los municipios, la Biblioteca, que es base en todo estudio serio, en toda investigación, que es una aliada histórica y natural de la escuela, marchaba en sentido contrario. Dos políticas cruzadas, en una misma realidad y una misma política cultural. Al municipio de Bolivia llegaba por el MES la posibilidad de hacerse licenciado en Sociología. Y si el futuro graduado debía consultar los Granmas de los 70 para su tesis, indagar cómo se habían tratado los problemas de la mujer en las Bohemias de los 80, entonces debía tomar una Yutong con un puñado de divisas en los bolsillos, mochila al hombro, y moverse hacia La Habana.
La Habana, bibliotecariamente, aceptaría su condición de centro, aguantaría más. Haría un esfuerzo para poder cumplir, a pesar de sus años, con lo “indicado desde arriba”.
No hay escena más cinematográfica que la que crean las políticas absurdas. Vi, en mi temor, la larga cola por las calles de La Habana y los futuros licenciados de las sedes universitarias de Moa, Florida, Majagua, caminando, avanzando, no para consultar un ejemplar único, raro, conservado en la Biblioteca Nacional, una rareza real, sino un periódico Granma de los 80 convertido en rareza a la fuerza, convertido en excepción por expresa voluntad bibliotecológica. Un tipo de competencia por la gloria: hemos destruido todos los que nos hacían sombra, ahora tenemos la alegría de saber que solo aquí, en esta sala de la Biblioteca Nacional están esos periódicos viejos, “viejísimos”, de finales del siglo XX, esa revistas de hace dos décadas. Así, claro, crecerían los usuarios, crecerían los servicios, y la gente del interior en un tipo de emigración “estudiantil e investigativa temporal” fluiría hacia la metrópoli.
Tres es bastante, ya lo he dicho. Y es un número que hasta tiene que ver con el infortunio de la Biblioteca de Alejandría, el símbolo universal del daño a la memoria cultural. Podía ponerme a investigar más. Podía esclarecerme, como dicen los cautelosos, para evitar un regaño, para evitar que alguien encontrara fisuras y precocidad en mi miedo. Pero una investigación así podía concluir cuando ya fuera demasiado tarde (una caballería mal sembrada puede resembrarse, pero que yo sepa no hay diablo que vuelva página a las tirillas de papel que se mojan o se incendian, o se entremezclan con la basura). Si no se podría ya devolver a la vida las Sputnik y sus excelentes artículos científicos, culturales, a las revistas URSS, RDA, estábamos todavía a tiempo para que el mal no se extendiera también a la prensa periódica nacional.
El tiempo era oro. Unas llamas extrañas, taimadas, sin humo, avanzaban sobre los estantes. Unos estudiantes de Chambas no sabían las peripecias que les traería pensar en su diseño de tesis en una simple revisión de la página cultural de Juventud Rebelde. Y yo podía evitarlo. Por eso escribo esto, di, doy, estoy dando este grito, con el que trato que otros conecten su alarma. Una alarma de lectores, de historiadores, de alumnos, de investigadores, de futuros licenciados y doctores, bastante —justificadamente— colectiva.
¿Es una alarma infundada? ¿Estamos todavía a tiempo?
Ciego de Ávila, a 23 de octubre de 2009
Tomado de La Jiribilla
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