Mi amigo argentino Horacio Silva publicó este relato en su blog y me lo envió para que lo leyera. En su introducción se explica el porqué de lo interesante del relato. Le dejo con la introducción y Hombre nuevo, de Silvia Sassola:
Este cuento, que en honor a la verdad no es tal, refleja cómo fue vivido el asesinato de Ernesto «Che» Guevara en octubre de 1967 por un niño cordobés y su pequeña hermanita, la hoy periodista Silvia Sassola, quien desde su programa mendocino «La Posta» sigue demostrando cómo aún se puede ejercer con absoluta dignidad, lo que Rodolfo J. Walsh llamó «el violento oficio de escribir».
El autor de este blog [Mangrullo del Tiempo] invita y recomienda sintonizar su programa a partir del 28 de febrero de 2011, de lunes a viernes de 16 a 19 hs., por FM 96.5 Radio Universidad de Cuyo (Mendoza), o en internet a través del siguiente link:
http://www.uncu.edu.ar/audios/radio_en_vivo
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HOMBRE NUEVO
En memoria de Ernesto «Che» Guevara.
—¡¡¡Dale, andá y pedile a la mamá una vela!!!
—¡¡¡Mamá, dice Juanchi que me des una vela!!!
—¿Otra vez?, decile a tu hermano que basta de jugar con las velas y de paso que tire ese dibujo que hizo a la basura.
Juan Carlos dibujaba de forma extraordinaria, son esos dones innatos que no había estudiado, tenía casi doce años y yo tan sólo cinco, pero cuando nos sentábamos a la mesa para hacer los deberes del cole, él sólo quería dibujar y siempre la misma figura, algo así como un rostro en sombras que luego prolijamente recortaba, y era la figura que ponía delante de la vela, para hacerla crecer a su luz.
Así se agrandaba o achicaba, según la vela estuviera más cerca o más lejos del recorte; y el lugar ideal para hacer esto era una pared grande de casa, donde mamá colgaba los retratos de los abuelos y familiares.
—¡¡¡Mirá, Pinina (así me llamaba mi hermano para enojarme) esa cara!!! ¿Sabés de quién es? adiviná… ¿lo conocés? ¿te da miedo?
—No, no sé quién es, pero no tengo miedo porque vos estás conmigo y porque es una sombra que hacés vos.
—Vio doña María, los chicos juegan con esa imagen; sería mejor que les dijéramos que no lo hicieran, con cualquier excusa. Quíteles la cartulina y después la rompe y la tira, o mejor la quema, ¿sí? …No sea que nos pase algo si hay algún problema con el gobierno, y cómo explicamos que es sólo un juego de chicos que no saben quién es ese hombre.
—¿Sabe qué pasa, Nelly?… si los bambinos me preguntan, ¿qué les digo?
—Doña María, dígales que con eso no se juega, que es la sombra de la cara del cuco, o mejor del viejo de la bolsa; pero por favor, mientras hago la comida, usted que es la nona, quíteselas y tírela.
Por esos días, Córdoba pasaba tiempos difíciles; mi familia prácticamente sobrevivía y casi el único divertimento que teníamos con mi hermano era esperar la tardecita para ir con la famosa vela a reflejar la imagen, pero claro: encontrar una vela era toda una ingeniería que empezaba en la misión imposible de entrar a la habitación de la nona María, esa gringa gigante que nos amaba y consentía en todo momento y lugar.
—Y, Pinina: ¿cuándo vas a aprender el nombre del comandante?
—¿Cómo cuándo, si yo ya sé que se llama… ehhhh… ah me acordé, se llama: Ernesto.
—Sí se llama Ernesto, pero ¿sabes cómo le dicen?
—No.
—Le dicen Che. A Ernesto todos le dicen Che.
Ese es el primer recuerdo que mi memoria encuentra como unidad entre el rostro y el nombre del tal Che, que para mi hermano era un verdadero símbolo de la rebeldía, aunque tan sólo tuviera él sus ilustrados doce años.
La radio contaba las peripecias que vivían un grupo de guerrilleros en Bolivia, comandados por Ernesto Che Guevara; y para Juan Carlos, era como oír las aventuras de Tarzán en la selva. La radio hablaba del monte, de lugares de difícil llegada, y en su imaginación Bolivia era como esas imágenes de la serie de la tele en África.
Yo creo que me contagié en la imaginación o no sé cómo explicar la llegada de ese Che a mi primer recuerdo de infancia.
Con el tiempo esas imágenes y las ideas infantiles maduraron hasta convertirse en esto que hoy siento y pienso del Che.
La famosa cartulina fue quemada, y todos los dibujos que teníamos de él, tirados. Ya se hablaba de que había muerto el Che, que eran pocos contra muchos, que estaba casi solo en la selva sin comida ni agua, que no tenías armas y que el ejército de ese país los tenía cercados; que todo había terminado porque el cabecilla, el líder de esa gente (que nosotros dos, mi hermano y yo, no sabíamos bien entonces que hacía), estaba bien muerto.
—Nunca vamos a contarle a nadie nuestro secreto, Pinina, ¿sabés?
—Bueno.
—Mirá, me guardé esta hoja de calcar y tengo tijeras y papel para hacer una nueva.
—Pero Juanchi… ahora sí me da miedo; si está muerto, ¿vos lo traés con la sombra? Yo le escuché decir a la mamá que ya está con Diosito.
—No sé dónde está, pero no te tiene que dar miedo; él era el bueno, y malos los que lo mataron.
Esas palabras de mi hermano aún hoy vienen a mi mente. El no era malo… entonces ¿por qué lo mataron?
Así la pregunta rondaría mi cabeza en mi adolescencia, cuando no teníamos dónde buscar para saber, y menos preguntar a los adultos, ni mencionar el nombre o el apodo, ni decir: «sabemos que en Bolivia asesinaron a un argentino que dicen era guerrillero, uno de los que empezó una gran revolución en Cuba, y que quiso traerla acá».