Por Yandrey Lay Fabregat
No me gusta el Martí levantado sobre mármol y grandilocuencia. Rechazo todo estereotipo que han construido sobre él: un prócer de frente ancha y palabra incisiva contra España. Es más, siempre me he alejado de la figura reluciente que vive en los libros de historia y no respira ni posee debilidades humanas.
Si me dieran a elegir, preferiría la compañía de ese muchacho delgado y pálido, al que indistintamente llamaron «Cuba Llora», «Doctor Torrente» y «Cristo Inútil». El mismo que, con el apodo de Galantuomo, enloquecía a jovencitas en el México de los años 70 del siglo xix.
También el que sabía de modas o el que calmó la ira de un carretero con unas monedas y el consejo de que comprara caramelos para sus hijos. O quizás el que, al volver a La Habana, no aceptó una alcaldía mayor interina porque lo consideraba un hecho bondadoso por parte de quienes lo habían propuesto, pero sabía que aceptarlo sería una deshonra para él.
EL SUFRIDOR DE LOS HIERROS
Es curioso esto de mis odios y amores, pues no solo admiro al gigante del pensamiento, sino también al pequeño que medía 1,65 metros y pesaba 140 libras. Prefiero, por encima de cualquier otro retrato, a ese hombre menudo y nervioso que subía los escalones rápidamente y era degustador del vino Mariani.
Junto a su prosa llamativa o las metáforas que lo hicieron triunfar en un tiempo de grandes oradores, yo mostraría al Martí que se gastaba el dinero en fotos de cuadros mientras andaba con los zapatos rotos, y al que dijo que la frente del biólogo Charles Darwin, autor de la teoría evolutiva de las especies, era tan grande como la ladera de una montaña.
Pero no, no siempre fue ese el héroe que me describieron en los actos políticos. Mientras daban brillo a la biografía, se les olvidó dejar alguna mancha que excitara la curiosidad de los espectadores y los obligara a quedarse un rato más frente a la tribuna.
Hace muy poco, el maestro Antonio Florit García me contó que Martí había padecido durante toda su vida las secuelas de los hierros que le pusieron en el presidio. Las llagas nunca curaron, y el roce de la cadena desarrolló un tumor en la ingle. A causa de esto, necesitó varias operaciones, hasta terminar con la pérdida del testículo derecho.
lustración: Adalberto Linares Díaz
Durante un tiempo, el Apóstol tuvo que evadir las acusaciones de quienes lo azuzaban a probar suerte en el campo de batalla. Llevaba con orgullo las lesiones que sufrió en las canteras, pero no podía revelar la naturaleza de estas para no ser víctima de las burlas de la época, como escribió en una carta a La Colonia Española, un diario pro peninsular.
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