Estos poemas me los envió amablemente el poeta. Gracias, Sergio.
Noticia, 20 de marzo de 2007
Dice el periódico que se mueren los grandes ríos.
Ya agoniza el Yangtzé.
El Mekong, el Salweem, el Ganges,
el Indo, el Danubio, el de la Plata,
el Bravo, llamado también Grande,
el Nilo-Lago Victoria
y el Murria Darling
agonizan.
Se mueren de verdad,
y no habrá mar para el morir de esos ríos.
Omite, no obstante, la noticia
que el entierro de cada río
siempre precede a su muerte.
No se cierra la tumba de un río,
el lecho cuarteado, polvoriento,
señala el curso de esa muerte.
Se despoblarán las ciudades a las orillas de esa muerte.
Y, por inercia, en las escuelas, los niños
aprenderán de memoria que los antiguos
construían sus viviendas junto a las frescas riberas,
y de no contarse con el registro
de viejas imágenes (el chorro luminoso
que arrastra hasta un telón el espectro
de un caudal: la tromba recostada
que penetra y perpetua gana la calma
entre el verde del océano y la espuma),
habrá que explicar, a esos niños,
lo que era la desembocadura de un río
como quien explica la noción
de la nada, del vacío o del vértigo.
Pesos de agua
Juan Bosch, ¿sabías?
Tus dos pesos van
a la baja en el Mercado.
Alguien se birló aquella calderilla
encendida a las ánimas,
fervorosas candelas para lluvias.
Borrarían las grietas en la tierra.
Atraerían el verde que anuncia los frutos.
Algún vivo, porque un vivo sería,
se puso a codiciar lo fabuloso en los dos pesos
reunidos centavo a centavo, administrados
con la manirrota desesperación de la Remigia
que llama y ruega con la llama en cada vela
y, más allá de lo deseado, le llega un buen diluvio.
Incontenible es la gracia de las ánimas.
Es menester regular lo incontrolable,
habrá pensado aquel vivo,
camino a la Bolsa de Valores.
Imagínate, Juan Bosch,
la ofrenda de tu Remigia
perdiéndose en los gráficos bursátiles.
Por la tele se ven las precipitaciones en picada,
líneas que son la delgadez del agua en los dos pesos.
Ahora los años se suceden de sequía en sequía,
con lloviznas que caen entre el consuelo y la burla.
O una avalancha o las deudas se llevan, a lo bruto,
lo poco que alcanza a brotar en nuestros campos.
La gente te echa, a ti, la culpa
de esas aguas bisiestas.
Comparto plenamente esta opinión.
Si no hubieras andado, por ahí, comentando
historias de viejas –temporales por dos pesos–,
aquel vivo de la Bolsa no se habría avivado
ni estaríamos como estamos,
Juan Bosch.
El cielo a trizas
Esas quebraduras bien arriba,
¿las dejaría un temblor de cielo?
En ese caso, Vicente Huidobro
se habría salido con la suya.
Pero aquellos costurones
entre nubes
–que hacen de la atmósfera
la carpa de un circo
en cuya platea,
a sus anchas, se instala el infortunio–
están lejos de ser los despojos
de una visión poética.
Esas quebraduras bien arriba,
peñascazos contra el cielo.
¿Quién lanzó las piedras?
¿Quién pudo lanzarlas?
¿Quién puso la fuerza
para lanzar las piedras?
¿Quién tuvo el cinismo
de esconder la mano?
Ninguno vio aquella mano.
Ninguno, las piedras siquiera.
Tardíos, solo advertimos
estos humos que aún suben
y estos gases de pestilente
invisibilidad que aún suben,
y estos fluidos que aún suben
y no se dejan ver ni oler,
pero al pasar son el labio agraz
y el picor de un arañazo en los ojos.
Un grito en la punta del índice
descubrió las grietas.
Nos dijimos: Estos humos,
estos gases, estos fluidos
son el rastro, las estelas
dejadas por unas piedras.
Ahora el cielo a trizas
amenaza con desplomarse
sobre nuestras cabezas,
ya sea de tanta hendidura
o por supina venganza.
El eterno retorno
Lo repites a cada rato: Muchísimo
antes de que el Sol se apague,
el humano abandonará la Tierra,
la dejará como esos huesos roídos
que los perros dejan tirados en el pasto.
Cambiará de nombre el humano.
En poderosas naves, el terrícola
hallará otro sol y la atmósfera
amable de un planeta.
Pero te mortifica esa esperanza.
Te alarmas como si el domingo
fuéramos a despertar con eso.
Y batallas tu chisme, la conjetura
de que la mayoría se quedará aquí
abajo, mirando las nubes podridas.
Humanos hasta más no poder.
Del día a la noche te paseas por la casa
con una lápida en la boca.
Por momentos la boca resucita,
se muestra en las ventanas
y larga una predicción que nadie escucha.
Sales al patio en cuanto la casa queda a oscuras,
vas a mirar el cielo.
No has parado de pensar:
el terrícola llevará en el origen
de su nombre una huella indeleble.
Te desconsuela la fatalidad de ese recuerdo,
adviertes allí las cuerdas que confirman el cepo.
A medida en que los años despidan siglos
y en el nuevo planeta las generaciones
se vayan sucediendo, la Tierra,
ese infierno un día abandonado,
se parecerá cada vez más al Paraíso.
Por amaños de quién sabe qué nostalgia,
la Tierra se igualará a lo que ya han de ser
historias borrosas, pero dulces todavía,
cuando los futuros terrícolas se suban
a las primeras de esas naves salvadoras.
Sigues plantado en el patio, arriba hay estrellas.
Y como si desde el firmamento te chispearan
esquirlas de alegría, admites la posible existencia
de terrícolas inmunes al romanticismo
oculto en la carnada del paraíso perdido.
Terrícolas de sangre prevenida que llevarán
un desierto y un río envenenado en la memoria;
el depredador y la víctima, estigmas del ancestro.
Ellos, del humano, solo honrarán los momentos
en que Leonardo tomaba el cuaderno
y esbozaba unas alas,
sin pretender el ángel ni los pájaros
Del libro Las aguas bisiestas que aparecerá en Santiago de Chile en el mes de junio.
* Poeta, ensayista, profesor universitario y narrador chileno, residente en Suecia.
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