A José Martí uno llega quizás cuando no debiera, cuando todo se concentra en una rima «de julio como en enero» o «en aquella casita de la calle Paula», y se resume en que un día determinado de la semana te toque llevarle una flor. A Martí uno debiera acercarse cuando sabes que la vida no empieza en el portal de la casa, ni termina cuando mamá te llama para adentro porque llevas «cuatro horas jugando como mamarracho». Martí debiera presentarse de estatura real, ni tan elevado como en la Plaza habanera ni de medio cuerpo como en los bustos que lo hacen inmóvil. Y llegar así de golpe, pero a sabiendas de que lo buscaste, como cuando le espetó al Generalísimo Máximo Gómez: «Un pueblo no se funda (…) como se manda un campamento». De cuando el dominicano junto a Antonio Maceo andaba con aquel plan al que el Maestro avizoraba en un fracaso, así fue. Y no lo dejó en solo aquella sentencia que a Gómez de seguro le pareció insolente, dijo más: «Hay algo que está por encima de toda la simpatía personal que Vd. pueda inspirarme y hasta de toda razón de oportunidad aparente: y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea (…) a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal».
Fue directo, como dicen debieran hablar los hombres. Sin tantos miramientos, pese a que delante tenía a dos históricos, dos imprescindibles además. Pero prefiere la limpieza de su alma que secundar antojos imprecisos, alguno que otro derroche de poder.
Con su 1.67 también supo alzarse en la Mejorana ante aquel desplante de Maceo.
«Nos vamos a un cuarto a hablar—escribiría en su diario—.No puedo desenredarle la conversación (…) y me habla, cortándome las palabras. Me hiere, y me repugna. Muestro mi descontento de semejante indiscreta y forzada conversación, a mesa abierta, en la prisa de Maceo por partir». Cosa de un día, le agrego, Gómez anotaría luego: «El General se disculpó como pudo, nosotros no hicimos caso de las disculpas como no lo habíamos hecho del desaire y nuestra amarga decepción de la víspera quedó curada».
Así eran aquellos hombres, que entre la Patria y el orgullo, lo segundo salía sobrando porque importaba Cuba. Cuestión de desprendimiento e inteligencia, calificaba el que vistió de negro y llevaba cicatrices del Presidio, de la vida, tanto en el cuerpo como en el alma.
Cuando todavía no despegaba mucho del suelo supo de dolores, y se creó una mística no deseada con la decepción, la primera comenzó en casa, aun así perdonó y confió. Otro autorretrato de su todo.
«Papá me dio 5 ó 6 reales el Lunes. Di 2 ó 3 de limosna y presté 2», escribía a su madre. Un poco antes de que prácticamente tocara fondo con el drama paternal según carta enviada a Rafael María de Mendive cuando tenía 16 años: «Trabajo ahora de seis de la mañana a 8 de la noche y gano 4 onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Vd. con toda la franqueza ruda que Vd. me conoce que sólo la esperanza de volver a verle, me ha impedido matarme (…) no era un arrebato de chiquillo, sino una resolución pesada y medida».
Así también mostraba a su maestro cuanta importancia tenía para él en su corta existencia. Pero Martí tenía ese don superior del entendimiento, el amor y la nobleza era su aire. En 1887 le escribiría a Manuel Mercado: «No sé cómo salir de mi tristeza. Papá está ya tan malo que esperan que viva poco. ¡Y yo, que no he tenido tiempo de pagarle mi deuda vivo! No puede Vd. imaginar cómo he aprendido en la vida a venerar y amar al noble anciano, a quien no amé bastante mientras no supe entenderlo. Cuanto tengo de bueno, trae su raíz de él. Me agobia ver que se muere sin que yo pueda servirlo y honrarlo».
Martí, igual, tendría que aprender a vivir, en palabras suyas, más con la vileza humana, que con la virtud. Una vez intentaron envenenarlo, por 1892, lo que agudizó su estado de salud, que siempre fue débil. Había sido avisado, pero no atendió la alerta. Otra vez, esa confianza en el mejoramiento humano.
«Solo para que vea letra mía le escribo sin poder. A usted puedo decirle que mi enfermedad de Tampa no fue natural y que padezco aun de las consecuencias de una maldad que se pudo detener a tiempo (…) pero he padecido mucho, Serafín. Aun no puedo sostener la pluma. Mi estómago no soporta aun alimento, después de un mes».
Lo amargo no solo vino del cuerpo. Martí aguantaba el dolor físico, mas le era insoportable el dolor del alma. Entre las incomprensiones de su familia, el abandono de su esposa y de su hijo, encontró en la pluma, sus amigos y la libertad de la patria el consuelo.
«Es que vivo muy solo, y las cartas que escribo me dan miedo, porque me recuerdan cómo vivo». Tres años luego de esa confesión, le haría otra a Mercado:
«¡Si Vd. me viera el alma! (…) muchas penas tengo en mi vida, muchas, tantas que ya para mí no hay posibilidad de cura completa!»
Aún así, en condiciones de abandono, de ausencias, de indiferencias, de frialdad, el Maestro mantuvo sus convicciones donde nadie pudiera tocarlas y hacerles daño.
«Rodaré por el suelo, sin cuerpo y sin premio, —sin el premio siquiera de que me entiendan y acompañen en hora de verdadera agonía, —pero habré hecho cuanto cabe en alma y cuerpo de hombre».
Así fue ese hombre, que nació un 28 de enero, como pudo haberlo hecho un 5 de octubre. Las fechas nunca hablarán de la grandeza de nadie, menos del Apóstol, que debe llegar siempre de frente amplia, con el verbo que enfrentó al Generalísimo, perdonó al progenitor y amó con vehemencia a quien le ofreciera una dosis de ternura. El pisapapeles de un buró, el busto en el centro de un patio escolar, la poesía repetida en todo acto, y el verso aprendido de memoria para el discurso de turno, jamás hablarán de su figura.
¡Qué no falte el intento por que llegue cuando debe, y mejor, cómo debe!
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