Por Omar Martín Arboláez
En su presentación, Eduardo Heras León nos leyó el cuento que da título a su última serie de relatos Dolce vita, que también integra la compilación de sus Cuentos completos, editado en República Dominicana. Se trata de una de esas historias que arrancan de lo cotidiano —por más simple o vulgar que parezca— y van penetrando tácitamente en lo fantástico, aun cuando lo fantástico o la realidad que niega su posibilidad sean fatales.
La trama es simple: un anciano (innominado) cuenta en primera persona las etapas de su rutina diaria, sus ritos de sobrevivencia, la abulia que lo va royendo… aunque en él no haya pizca de acritud, y sí cierto humorismo irónico. El paroxismo de felicidad del buen viejo está en las visitas a cierta pizzería de Prado, donde puede disfrutar de sus comidas preferidas a un precio módico. Hasta que un día sucede el milagro, y entre las ruinas de la calle Neptuno encuentra un local idílico, ambientado con violines napolitanos, en el cual ofertan de todo —y no estamos usando de la típica hipérbole cubana—: infinitas variantes de espagueti, lasaña, ravioles, incluso un tinto de los cincuenta que el protagonista no había vuelto a ver.
Aquello es inverosímil. La pantagruélica profusión de manjares, a pesar del comedimiento del afortunado comensal, parece lastimar una sensibilidad ya herida por carencias inmencionables. Aquel vino acaricia la memoria gustativa del buen viejo, y lo transporta, le hace suponerse en el paraíso. Si hay paraíso, dice el personaje, así debe ser su comedor…
Debo confesar que la imagen del posible «comedor del paraíso» se me ha quedado fijada. Sospecho que detrás de ella existe una marca de cubanía indeleble, que trastorna ciertos esquemas de los que fuera el Paraíso con mayúsculas del que habló Dante, y que visibiliza algunos patrones de lo que ha constituido el ser cubano después de 1959. Eduardo Heras León es un escritor de ese momento. De acuerdo con Francisco López Sacha y Serguei Martínez, que fueron los presentadores de los libros del Chino Heras, junto a Anisley Negrín, este escritor ha centrado su obra en momentos claves de la consolidación y la comprensión del proceso revolucionario. Entonces, visto así, afirmar lo que se anuncia en nuestro título resultaría una obviedad hasta vulgar, si no se aprecia en ello la penetración del imaginario cubano producido después de 1959 en la literatura de este hombre modesto y de voz baja.
No se trata de los tópicos que han abordado el resto de los teóricos de la identidad nacional, quizás porque muy pocos autores han asumido la tarea de ensayar al respecto, aunque los ejemplos en la narrativa sobren. Sin embargo, lo que en nuestra opinión hace singular su labor es la organicidad con que esos signos se van consustanciando con su discurso. En esa pequeña frase, apenas un sintagma nominal, está encerrada toda una sabiduría vivencial del cubano. ¿Quiénes no han estado albergados u hospedados en algún lugar, por algún motivo, en la Cuba revolucionaria? ¿No es cubana esa inclinación a comparar el regodeo degustativo del alimento con los raptos extáticos del paraíso, a pesar de que en el Paraíso cristiano la no posesión de cuerpo anule todos los goces carnales?
Heras León es un nombre esencial en nuestras letras nacionales hoy por hoy. Si su larga trayectoria no lo avalase; si la profunda permeabilidad de su estilo, que recoge en su enjundia lo cubano en la forma en que ha venido desarrollándose desde 1959, no fuera suficiente; si la calidad de sus textos y su pericia en el manejo de las técnicas narrativas no fuera carta de respeto, lo sería el hecho de que, por sus manos, pasa la mayoría de los más nuevos escritores cubanos. En 1998 el Chino Heras fundó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. No es poca la responsabilidad de tener sobre las espaldas el peso de ser el guía fundamental en el desarrollo de nuestra literatura. Quizás ello no se señale con demasiada frecuencia, e incluso, es posible el desacuerdo, pero pasar por las aulas del Onelio Jorge Cardoso constituye un aval que abre caminos en el desarrollo de los autores.
Es bueno, entonces, que ese guía tenga una conciencia aguzada de lo cubano, y permita reconocernos, en nuestras pobrezas y glorias, cada vez que nos encontramos con sus textos. Sea esta una invitación al disfrute de sus cuentos y estudio de su obra.
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