Por Diana Fernández Irusta
Cada tarde, Eduardo Galeano toma un café con Dios. Se acoda junto a una ventana del Brasilero (el bar que, a estas alturas, es algo así como su segundo hogar), respira hondo el aroma a madera y espera, paciente, que la radiante andaluza que sirve las mesas —Alba Marina de nombre, Dios de apellido— le traiga, entre sonrisas, bromas y elogios a su joven divinidad, el cafecito del día. “Son pocos los que se llaman Dios —cuenta, encantado con el juego, el escritor que tantas veces se peleó con esa otra presencia divina, la de los altares y los mandamientos—. Creo que en la Córdoba española, de donde ella viene, son sólo cinco.” (más…)