Por Pedro López Adorno [mediaisla]
El mundo en que vivimos se ha convertido en un evento simultáneamente horroroso y absurdo pero la poesía puede ser el antídoto y la crítica sublime de tanta historia adulterada. Es dentro de esa frágil prerrogativa donde late el corazón de una poesía útil.
No basta con decir que el arte es “inútil”, al menos al ser comparado con la labor de un plomero, un doctor o un ingeniero de ferrocarriles, como afirma Paul Auster en “Talking to Strangers”.[1] La utilidad del arte proviene de un linaje distinto: interpreta su papel en el teatro de la mente; le da sentido a las fragmentaciones y desplazamientos de nuestra alma; nos permite encarar creencias, ideas, certidumbres, temores y contradicciones con sonidos, formas, movimientos, texturas, palabras e imágenes.
Auster, no obstante, da en el clavo cuando afirma que la novela es “una colaboración igualitaria entre escritor y lector y el único lugar en el mundo en que dos extraños pueden reunirse en términos de absoluta intimidad”. ¿Experimentamos una colaboración similar cuando leemos poesía? Como poeta, siento la tentación de contestar en forma negativa o, por lo menos, de considerar el posible espíritu de colaboración como un entrenamiento personal de razonamientos en pugna, una intimidad que se le va de las manos al lector. De hecho, la poesía contemporánea, al ignorar en gran medida los gustos, deseos y preferencias de sus posibles lectores (de su público), orienta sus vectores hacia un lector o público idealizado que ha creado por su cuenta. Notamos que a lo largo del siglo XX la distancia entre poema y lector fue ensanchándose a medida que crecía el desconcierto del lector con relación al texto. Se podría alegar que el gran arte del pasado siglo y el de los primeros años del siglo XXI, por lo general, violentan el horizonte de expectativas del público. Como tal, el lector o se solidariza con el extrañamiento que genera ese arte, o lo rechaza y empieza a creer que lo que éste dice carece de importancia. (más…)