Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que ponga en su lectura una lógica rigurosa y una tensión de espíritu igual, como mínimo, a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro embeberán su alma como azúcar en agua. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo algunos saborearán sin peligro ese fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de adentrarte más por semejantes landas inexploradas, dirige hacia atrás tus pasos y no hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige hacia atrás tus pasos y no hacia adelante, como la mirada de un hijo se aparta, respetuosamente, de la contemplación augusta de la faz materna; o, mejor, como el ángulo perdiéndose en el horizonte de las friolentas grullas tan meditabundas que, durante el invierno, vuela poderosamente a través del silencio, con todas las velas tendidas, hacia un punto preciso del horizonte de donde, súbitamente, brota un viento extraño y fuerte, precursor de la tormenta. La grulla más vieja, que forma por sí sola la vanguardia, al verlo, mueve su cabeza como una persona razonable y, en consecuencia, también su pico que hace restallar, y no está contenta (tampoco yo lo estaría en su lugar), mientras su viejo pescuezo, desprovisto de plumas y contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en irritadas ondulaciones, presagio de la tempestad que se acerca cada vez más. Tras haber mirado, con sangre fría, varias veces a todas partes con ojos que atesoran experiencia, prudentemente, en primer lugar (pues a ella corresponde el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las demás grullas de inferior inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela, para rechazar al enemigo común, vira con flexibilidad el vértice de la figura geométrica (tal vez sea un triángulo, pero no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), bien a babor, bien a estribor, como un hábil capitán; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, puesto que no es tonta, toma así otro camino filosófico y más seguro.
Lector, tal vez desees que invoque el odio al comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no vas a respirar, bañado en innumerables voluptuosidades, tanto como lo desees, por tus orgullosas fosas nasales, amplias y delgadas, volviéndote panza arriba al igual que un tiburón, en el aire negro y hermoso, como si comprendieras la importancia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, sus rojas emanaciones? Te lo aseguro, alegrarán los dos informes agujeros de tu asqueroso hocico, ¡oh!, monstruo, siempre que antes te apliques en respirar tres mil veces seguidas la maldita conciencia del Eterno. Tus fosas nasales se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, de éxtasis inmóvil, y no pedirán al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso, nada mejor; pues se habrán ahitado de felicidad perfecta, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los agradables cielos.
Estableceré en pocas líneas que Maldoror fue bueno durante sus primeros años en los que vivió feliz; ya está hecho. Advirtió, luego, que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años, pero, por fin, a causa de esta concentración que no le era natural, cada día la sangre se le subía a la cabeza, hasta que, sin poder ya soportar semejante vida, se arrojó resueltamente a la carrera del mal… ¡grata atmósfera! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un niño pequeño de rostro rosado hubiese querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia si Justicia, con su largo cortejo de castigos, no se lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel. Humanos, ¿habéis oído?, ¡se atreve a repetirlo con esta pluma temblorosa! De modo que existe un poder más fuerte que la voluntad… ¡Maldición! ¿Querrá la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal quiera aliarse con el bien. Es lo que antes he afirmado.
Los hay que escriben para conseguir los aplausos humanos, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que pueden poseer. Yo, por mi parte, me sirvo del genio para pintar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, por el contrario, comenzaron con el hombre y terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?, ¿o, acaso, el ser cruel impide tener genio? En mis palabras se hallará la prueba; sólo de vosotros depende escucharme, si así lo deseáis… Perdón, he creído que los cabellos se habían erizado en mi cabeza, pero no es nada, pues he conseguido fácilmente, con mi mano, colocarlos de nuevo en su posición inicial. El que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas, por el contrario, se envanece de que los pensamientos altivos y malvados de sus héroes estén en todos los hombres.
He visto, durante toda mi vida, a los hombres de estrechos hombros, sin exceptuar uno solo, cometer actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes y pervertir las almas por todos los medios. Llamen «gloria» a los motivos de sus acciones. Viendo tales espectáculos quise reír como los demás, pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y me abrí las carnes en los lugares donde se unen los labios. Por un instante creí alcanzado mi objetivo. Miré en un espejo esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Era un error! La sangre que corría en abundancia de ambas heridas impedía, además, distinguir si aquella era en realidad la risa de los demás. Pero, tras unos momentos de comparación, vi que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que no me reía. He visto a los hombres de fea cabeza y horribles ojos hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el insensato furor de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los más extraordinarios comediantes, la fortaleza de carácter de los curas y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del cielo; fatigar a los moralistas hasta descubrir su corazón y hacer que caiga sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Les he visto, todos a una, dirigiendo, unas veces, al cielo el más robusto puño, como el de un niño perverso ya contra su madre, excitados probablemente por algún espíritu infernal, con los ojos llenos de un remordimiento urente y rencoroso al mismo tiempo, en un silencio glacial, sin osar emitir las vastas e ingratas meditaciones que su seno albergaba, tan llenas de injusticia y horror estaban, y entristecer así de compasión al Dios de misericordia; otras, en todo instante del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, esparciendo increíbles anatemas, sin sentido común alguno, contra todo cuanto respira, contra sí mismo y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y los niños y deshonrar, así, las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces, los mares levantan sus aguas, engullen los maderos en sus abismos; los huracanes, los terremotos derriban las casas; la peste, las diversas enfermedades diezman las rezadoras familias. Pero los hombres no lo advierten. Les he visto, también, ruborizándose, palideciendo de vergüenza por su conducta en esta tierra; raras veces. Tempestades, hermanas de los huracanes; azulado firmamento cuya fuerza no admito; hipócrita mar, imagen de mi corazón; tierra de misterioso seno; habitantes de las esferas; universo entero; Dios que lo creaste con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre que sea bueno!… Pero que tu gracia multiplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de semejante monstruo puedo morir de asombro; por menos se ha muerto.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh!, qué dulce resulta, entonces, arrancar brutalmente del lecho a un niño que nada tenga todavía sobre el labio superior y con los ojos muy abiertos simular que se pasa suavemente la mano por su frente, echando hacia atrás sus hermosos cabellos. Luego, de pronto, cuando menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, cuidando de que no muera; pues si muriese, no se tendría más tarde el espectáculo de sus miserias. A continuación, se bebe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debiera ser largo como larga es la eternidad, el niño llora. Nada es mejor que su sangre extraída como acabo de explicar y caliente todavía, salvo sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿no has probado nunca el sabor de tu sangre cuando, por azar, te has cortado un dedo? Qué buena es, ¿verdad?; pues no tiene gusto alguno. Además, ¿no recuerdas haberte llevado un día, entre lúgubres reflexiones, la mano, como profunda copa, a tu enfermizo rostro mojado por lo que de tus ojos caía; mano que luego se dirigió fatalmente a tu boca, para beber a largos tragos, en esta copa, temblorosa como los dientes del alumno que mira de soslayo a quien nació para oprimirle, las lágrimas? Qué buenas son, ¿verdad?, pues tienen el sabor del vinagre. Diríanse las lágrimas de la que más ama, pero las lágrimas del niño tienen mejor paladar. Él no traiciona, al no conocer todavía el mal: la que más ama acaba traicionando tarde o temprano… Lo adivino por analogía, aunque ignoro lo que sea amistad o amor (es probable que nunca los acepte; al menos viniendo de la raza humana). Así, puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate confiadamente con las lágrimas y la sangre del adolescente. Véndale los ojos, mientras desgarres sus palpitantes carnes, y, tras haber escuchado durante largas horas sus sublimes gritos, parecidos a los hirientes estertores que lanzan en una batalla los gaznates de los heridos agonizantes, entonces, tras haberte apartado como un alud, saldrás corriendo de la vecina alcoba y fingirás acudir en su ayuda. Le desatarás las manos de hinchados nervios y venas, devolverás la vista a sus extraviados ojos, lamiendo de nuevo sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es, entonces, el arrepentimiento! La chispa divina que brilla en nosotros, y que tan raras veces se muestra, aparece; ¡pero demasiado tarde! Cómo se conmueve el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho daño. «Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Infeliz! ¡Cuánto debes de sufrir! Y si tu madre lo supiera, no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que ahora estoy yo. ¡Ay!, ¿qué son, pues, el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con la que damos, rabiosamente, testimonio de nuestra impotencia y de nuestra pasión por alcanzar el infinito, aun con los medios más insensatos? ¿O son dos cosas distintas? Sí… Mejor que sean una sola cosa… pues, de lo contrario, ¿qué sería de mí el día del juicio? Adolescente, perdóname; ha sido el que está ante tu rostro, noble y sagrado, quien te ha quebrado los huesos y desgarrado las carnes que penden en distintos lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, es un instinto secreto que no depende de mi razonamiento, como el del águila que desgarra su presa, lo que me ha llevado a cometer tal crimen?; ¡y, sin embargo, he sufrido tanto como mi víctima! Adolescente, perdóname. Una vez abandonada esta vida pasajera, deseo que permanezcamos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, con mi boca pegada a la tuya. Ni siquiera así mi castigo será completo. Me desgarrarás, entonces, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con perfumadas guirnaldas para este holocausto expiatorio, y ambos sufriremos, yo, al ser desgarrado; tú, por desgarrarme… con mi boca pegada a la tuya. ¡Oh!, adolescente de rubios cabellos, de tan dulces ojos, ¿harás ahora lo que te aconsejo? Quiero, a tu pesar, que lo hagas y así complacerás mi conciencia. » Tras haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano y, al mismo tiempo, serás amado por él: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde, podrás llevarle al hospicio, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro ocultarán tus pies desnudos, sembrados en la gran tumba, al anciano rostro. ¡Oh!, tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, sé que tu perdón fue inmenso como el universo. ¡Pero yo sigo existiendo!
Al claro de la luna, cerca del mar, en los aislados lugares de la campiña, se ve, cuando uno está sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas revisten formas amarillas, indecisas, fantásticas. La sombra de los árboles, rápida unas veces, lenta otras, corre, va y viene de distintas formas, aplanándose, pegándose a la tierra. En aquel tiempo, cuando me llevaban las alas de la juventud, eso me hacía soñar, me parecía extraño; ahora estoy acostumbrado a ello. El viento gime a través de las hojas con sus lánguidas notas y el búho entona su grave lamento que eriza los cabellos de quienes lo escuchan. Entonces, los perros, enfurecidos, rompen sus cadenas, se escapan de las lejanas granjas, corren por la campiña, aquí y allá, presas de la locura». De pronto, se detienen, miran a todos lados con hosca inquietud y los ojos encendidos, y, al igual que los elefantes, antes de morir, dirigen en el desierto una postrera mirada al cielo, elevando desesperadamente su trompa, dejando caer inertes sus orejas, los perros dejan caer inertes sus orejas, levantan la cabeza, hinchan el terrible cuello y rompen a ladrar, unas veces, como un niño que grita de hambre; otras, como un gato herido en el vientre sobre un tejado; otras, como una mujer que va a dar a luz; otras, como un moribundo apestado en el hospital; otras, como una muchacha que canta una sublime melodía contra las estrellas del norte, contra las estrellas del este, contra las estrellas del sur, contra las estrellas del oeste; contra la luna; contra las montañas que semejan, a lo lejos, gigantescos roquedales que yacen en la oscuridad; contra el aire frío que aspiran a plenos pulmones y que vuelve rojo y ardiente el interior de su nariz; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo oblicuo roza su hocico, llevando una rata o una rana en el pico, alimento vivo, dulce, para sus pequeñuelos; contra las liebres, que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos; contra el ladrón que huye a uña de caballo tras haber cometido un crimen; contra las serpientes que, agitando los brezales, les hacen temblar la piel y rechinar de dientes; contra sus propios ladridos que les dan miedo; contra los sapos, a los que destrozan de una seca dentellada (¿por qué se han alejado tanto de la ciénaga?); contra los árboles cuyas hojas, suavemente acunadas, son otros tantos misterios que no comprenden, que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes; contra las arañas, suspendidas entre sus largas patas, que trepan a los árboles para huir; contra los cuervos que no han encontrado durante el día nada que comer y que regresan al nido con las alas fatigadas; contra las rocas de la orilla; contra los fuegos que aparecen en los mástiles de invisibles navíos; contra el sordo ruido de las olas; contra los grandes peces que, nadando, muestran su negro lomo y se hunden, luego, en el abismo; y contra el hombre que los hace esclavos. Tras ellos, comienzan de nuevo a correr por la campiña, saltando con sus patas ensangrentadas por encima de los fosos, los caminos, los campos, las hierbas y las escarpadas piedras. Diríase que sufren de la rabia, que buscan un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos aterrorizan a la naturaleza. ¡Ay, del viajero rezagado! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, le desgarrarán, le devorarán con su boca de la que chorrea sangre; pues sus colmillos no están dañados. Los animales salvajes, sin atreverse a acercarse para participar en aquel banquete de carne, huyen, temblorosos, hasta perderse de vista. Tras unas horas, los perros, derrengados por tanto correr de un lado a otro, casi muertos, con la lengua colgando de su boca, se arrojan unos contra otros, sin saber lo que hacen, y se desgarran en mil jirones con increíble rapidez. No lo hacen por crueldad. Cierto día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: «Cuando estés en tu lecho y escuches los ladridos de los perros en la campiña, ocúltate bajo tus mantas, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como todos los demás humanos de rostro pálido y alargado. Te autorizo, incluso, a ponerte ante la ventana para contemplar este espectáculo que es bastante sublime.» Desde entonces, respeto el deseo de la muerta. Como los perros, siento necesidad de infinito… ¡Y no puedo, no puedo satisfacer esta necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Me sorprende… ¡creía ser más! Por lo demás, ¿qué importa de dónde vengo? Si hubiera dependido de mi voluntad, habría preferido ser el hijo de la hembra del tiburón, cuyo apetito es amigo de las tempestades, y del tigre de reconocida crueldad: no seré tan malvado. Vosotros que me miráis, alejaos de mí, pues mi aliento exhala un aire envenenado. Nadie ha visto todavía las verdes arrugas de mi frente, ni los salientes huesos de mi demacrado rostro, parecidos a las espinas de algún gran pez, o a las rocas que cubren la orilla del mar, o a las abruptas montañas alpinas que recorrí a menudo, cuando cubrían mi cabeza cabellos de otro color. Y cuando merodeo en torno a las habitaciones de los hombres, durante las noches tormentosas, con los ojos ardientes, flagelados los cabellos por el viento de las tempestades, aislado como una piedra en el camino, cubro mi ajado semblante con un pedazo de terciopelo negro como el hollín que llena el interior de las chimeneas: los ojos no deben ser testigos de la fealdad que el Ser supremo, con una sonrisa de poderoso odio, puso en mí. Cada mañana, cuando para los demás se levanta el sol, derramando el gozo y el calor salutarios sobre toda la naturaleza, mientras ninguno de mis rasgos se mueve, mirando fijamente el espacio lleno de tinieblas, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, lacero con poderosas manos mi pecho hecho jirones. ¡Y, sin embargo, siento que no tengo la rabia! ¡Y, sin embargo, siento que no soy el único que sufre! ¡Y, sin embargo, siento que respiro! Como un condenado que ejercita sus músculos, pensando en la suerte que les espera, y que pronto subirá al cadalso, de pie en mi lecho de paja, con los ojos cerrados, giro lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha durante horas enteras; y no caigo muerto. A veces, cuando mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, cuando se detiene para comenzar a girar en sentido opuesto, miro súbitamente al horizonte a través de los escasos intersticios dejados por la espesa maleza que cubre la entrada: ¡y no veo nada! Nada… salvo las campiñas que danzan en torbellino con los árboles y las largas hileras de pájaros que cruzan los aires. Eso me turba sangre y cerebro… ¿Quién me golpea, pues, con una barra de hierro en la cabeza, como un martillo que golpeara el yunque?
Me propongo, sin estar conmovido, declamar a grandes voces la seria y fría estrofa que vais a oír. Prestad atención a su contenido y guardaos de la penosa impresión que, sin duda, dejará, como una magulladura, en vuestras turbadas imaginaciones. No creáis que estoy a punto de morir, pues no soy todavía un esqueleto y la vejez no se ha pegado a mi frente. Dejemos, pues, de lado cualquier idea de comparación con el cisne cuando su existencia huye, y no veáis ante vosotros más que a un monstruo cuyo semblante me satisface que no podáis percibir, aunque es menos horrible que su alma. Sin embargo, no soy un criminal… Basta ya de este tema. No hace todavía mucho tiempo que volví a ver el mar y hollé el puente de los bajeles, y mis recuerdos son vívidos como si los hubiera dejado ayer. Permaneced, no obstante, si os es posible, tan tranquilos como yo durante esta lectura que me arrepiento ya de ofreceros, y no os ruboricéis al pensar en lo que es el corazón humano. ¡Oh, pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más hermoso de los habitantes del globo terrestre que gobiernas un serrallo de cuatrocientas ventosas; tú, en quien habitan noblemente, como en su natural residencia, de común acuerdo, con indestructible vínculo, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, con tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, sentados ambos en algún roquedal de la orilla, para contemplar ese espectáculo que adoro?
No me verán, cuando llegue mi última hora (y escribo esto en mi lecho de muerte), rodeado de curas. Quiero morir acunado por las olas del mar tempestuoso, o de pie sobre la montaña… con la mirada fija en lo alto; no: sé que mi aniquilación será completa. Además, no puedo esperar gracia alguna. ¿Quién abre la puerta de mi cámara funeraria? Había dicho que nadie entrara. Seáis quien seáis, alejaos, pero si creéis percibir algún signo de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (utilizo esta comparación, aunque la hiena sea más hermosa que yo y más agradable a la vista), desengañaos: que se acerque. Estamos en una noche de invierno cuando los elementos chocan entre sí por todas partes; el hombre tiene miedo y el adolescente medita cierto crimen contra uno de sus amigos, si es lo que yo fui en mi juventud. Que el viento, cuyos quejumbrosos silbidos entristecen a la humanidad, desde que viento y humanidad existen, instantes antes de la postrera agonía, me lleve sobre los huesos de sus alas, a través del mundo impaciente por mi muerte. Gozaré, todavía, en secreto, de los numerosos ejemplos de la maldad humana (a un hermano le gusta ver, sin ser visto, los actos de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la grulla viajera, despiertos, tiritando de frío, me verán pasar a la luz de los relámpagos, espectro horrible y satisfecho. No sabrán lo que significa. En la tierra, la víbora, el grueso ojo del sapo, el tigre, el elefante; en la mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la informe raya, el colmillo de la foca polar, se preguntarán qué significa esta derogación de la ley de la naturaleza. El hombre, temblando, pegará su frente a la tierra en medio de sus gemidos. «Sí, a todos os supero por mi innata crueldad, crueldad cuya desaparición no ha dependido de mí. ¿Acaso por ello os mostráis ante mí así prosternados?, ¿o es, tal vez, porque me veis recorrer, fenómeno nuevo, como un terrible cometa, el espacio ensangrentado? (Cae una lluvia sangrienta de mi vasto cuerpo, semejante a una nube negruzca empujada por el huracán.) No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado grande, demasiado grande el mal que os he hecho para ser liberados. Vosotros habéis caminado por vuestra senda; yo, por la mía, semejantes ambas, ambas perversas por la fuerza, dada la similitud de carácter, tuvimos que encontrarnos; el choque resultante nos fue recíprocamente fatal.»
Una familia rodea una lámpara puesta sobre la mesa:
—Hijo mío, dame las tijeras que hay en esta silla.
—No están, madre.
—Ve, entonces, a buscarlas a la otra habitación. ¿Recuerdas, mi dulce dueño, aquella época en la que hacíamos votos para tener un hijo en el que renacer por segunda vez y que fuera el sostén de nuestra vejez?
—La recuerdo, y Dios los ha escuchado. No podemos quejarnos de nuestra suerte en esta vida. Cada día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Edouard tiene todas las gracias de su madre.
—Y las viriles cualidades de su padre.
—Aquí están las tijeras, madre; por fin las he encontrado. Vuelve a su trabajo… Pero alguien se encuentra en la puerta de entrada y contempla, por unos instantes, el cuadro que se ofrece a sus ojos:
—¡Qué significa este espectáculo! Hay mucha gente menos feliz que esta. ¿En qué razonamiento fundan su amor por la existencia? Aléjate, Maldoror, de este hogar apacible; tu lugar no es este. ¡Se ha retirado!
—No sé qué me ocurre, pero siento que las facultades humanas combaten en mi corazón. Mi alma está inquieta y no sé por qué, la atmósfera es pesada.
—Mujer, siento tus mismas sensaciones, temo que nos suceda alguna desgracia. Confiemos en Dios que es la suprema esperanza.
—Madre, apenas puedo respirar, me duele la cabeza.
—¡También tú, hijo mío! Te mojaré la frente y las sienes con vinagre.
—No, mi buena madre…
Vedle; fatigado, apoya su cuerpo en el respaldo de la silla.
—Algo que no sé explicar se revuelve en mí. Ahora cualquier cosa me contraría.
—¡Qué pálido estás! ¡No llegará el fin de esta velada sin que algún acontecimiento funesto nos hunda a los tres en el lago de la desesperación! Oigo, a lo lejos, gritos prolongados del más punzante dolor.
—¡Hijo mío!
—¡Ah, madre!… ¡tengo miedo!
—Dime pronto si sufres.
—No sufro, madre… No digo la verdad.
El padre no sale de su asombro:
—He aquí unos gritos que se oyen, a veces, en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque oigamos esos gritos, el que los lanza, sin embargo, no está cerca de aquí; pues tales gemidos pueden escucharse a tres leguas de distancia, transportados por el viento de una ciudad a otra. Con frecuencia me habían hablado del fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar personalmente su veracidad. Mujer, me hablas de desgracias. Si ha existido, en la larga espiral del tiempo, una desgracia real, es la desgracia de quien turba ahora el sueño de sus semejantes. Oigo, a lo lejos, gritos prolongados del más punzante dolor.
—Plegue al cielo que su nacimiento no sea una calamidad para su país que le ha arrojado de su seno. Va de lugar en lugar, aborrecido por todos. Unos dicen que le abruma una especie de locura original desde su infancia. Otros creen saber que es de una crueldad extrema e instintiva, de la que él mismo se avergüenza, y que, por ello, sus padres murieron de dolor. Uno pretende que en su juventud le afrentaron dándole un apodo, que permaneció inconsolable ya, el resto de su existencia, porque su dignidad herida vio en ello una prueba flagrante de la maldad de los hombres, que aparece en los primeros años para ir aumentando luego. Ese apodo era: el vampiro. Oigo, a lo lejos, gritos prolongados del más punzante dolor.
—Añaden que días y noches, sin tregua ni reposo, horribles pesadillas hacen que mane sangre de su boca y sus orejas; y que los espectros se sientan a la cabecera de su cama para arrojarle a la cara, impulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces, con voz suave; otras, con voz semejante a los rugidos de los combates, con implacable persistencia, ese apodo siempre vivaz, siempre horrendo, y que sólo perecerá con el universo. Algunos han afirmado, incluso, que el amor le ha reducido a ese estado, o que tales gritos son prueba de su arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su misterioso pasado. Pero la mayoría piensa que le tortura un orgullo inconmensurable, como antaño a Satán, y que quisiera igualar a Dios…
Oigo a lo lejos gritos prolongados del más punzante dolor.
—Hijo mío, estas son excepcionales confidencias. Lamento que a tu edad las hayas escuchado y espero que no imites nunca a ese hombre.
—Habla, ¡oh!, Edouard mío. Responde que no imitarás nunca a ese hombre.
—¡Oh!, madre bien amada, a quien debo la vida, te prometo, si la santa promesa de un niño tiene algún valor, no imitar nunca a ese hombre.
—Perfecto, hijo mío, hay que obedecer en todo a la propia madre.
No se oyen ya los gemidos.
—Mujer, ¿has terminado tu trabajo?
—Me falta dar unas puntadas a esta camisa, aunque hayamos prolongado hasta muy tarde la velada.
—Tampoco yo he terminado un capítulo que había comenzado. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues casi no queda aceite, y acabemos nuestro respectivo trabajo…
El hijo exclama:
—¡Si Dios quiere!
—Ángel radiante, ven a mí. Te pasearás por el prado, de la mañana a la noche; no trabajarás nunca. Mi magnífico palacio tiene muros de plata, columnas de oro y puertas de diamantes. Te acostarás cuando quieras, a los sones de una música celestial, sin rezar tus oraciones. Cuando por la mañana el sol muestre sus resplandecientes rayos, y la alegre alondra se lleve consigo, hasta perderse de vista por los aires, su grito, podrás permanecer en la cama hasta fatigarte. Caminarás por las más preciosas alfombras. Te envolverá, constantemente, una atmósfera compuesta por las perfumadas esencias de las flores más olorosas.
—Es hora ya de que el cuerpo y el espíritu descansen. Levántate, madre de familia, sobre tus musculosos tobillos. Es justo que tus rígidos dedos suelten la aguja del excesivo trabajo. Los extremos nada bueno tienen.
—¡Oh!, ¡qué dulce será tu existencia! Te daré un anillo encantado. Cuando le des vuelta a su rubí, te volverás invisible como los príncipes en los cuentos de hadas.
—Devuelve tus armas cotidianas al armario protector, mientras, por mi lado, arreglo mis cosas.
—Cuando lo pongas de nuevo en la posición original, reaparecerás tal como la naturaleza te ha formado, ¡oh!, joven mago. Y eso porque te amo y deseo darte la felicidad.
—Vete, seas quien seas; no me tomes de los hombros.
—Hijo mío, no te duermas aún acunado por los sueños de la infancia: la oración en común no ha comenzado todavía y tus ropas no han sido cuidadosamente colocadas en una silla… ¡De rodillas! Eterno creador del universo, muestras tu inagotable bondad hasta en las más pequeñas cosas.
—¿No te gustan, pues, los límpidos arroyuelos por los que se deslizan miles de pececillos rojos, azules y plateados? Los atraparás con una red tan hermosa que los atraerá por sí sola, hasta que esté bien llena. Verás, desde la superficie, relucientes guijarros más pulidos que el mármol.
—Madre, mira esas zarpas; desconfío de él, pero mi conciencia está tranquila pues nada tengo que reprocharme.
—Henos aquí, postrados a tus pies, abrumados por el sentimiento de tu grandeza. Si algún pensamiento orgulloso se insinúa en nuestra imaginación, lo rechazamos enseguida con la saliva del desdén y te lo sacrificamos irremisiblemente.
—Te bañarás en él acompañado por chiquillas que te tomarán en sus brazos. Una vez terminado el baño, te trenzarán coronas de rosas y claveles. Tendrán alas transparentes de mariposa y cabellos de ondulada longitud flotando en torno a su gentil frente.
—Aunque tu palacio fuera más hermoso que el cristal, no dejaría esta casa para seguirte. Creo que eres sólo un impostor, pues me hablas en voz tan baja por miedo a que te oigan. Abandonar a los padres es una mala acción. No seré un hijo ingrato. Y tus chiquillas no son tan hermosas como los ojos de mi madre.
—Hemos consumido toda nuestra vida cantando tu gloria. Así hemos sido hasta hoy, así seremos hasta que recibamos de ti la orden de abandonar esta tierra.
—Te obedecerán al menor gesto y sólo pensarán en complacerte. Si deseas el pájaro que nunca reposa, te lo traerán; si deseas el coche de nieve que lleva hasta el sol, en un abrir y cerrar de ojos te lo traerán. ¡Qué podrían negarte! Te traerían, incluso, la cometa, grande como una torre, oculta en la luna y de cuya cola están suspendidos con hilos de seda, pájaros de todas las especies. Ten cuidado… escucha mis consejos.
—Haz lo que desees; no quiero interrumpir la oración para pedir socorro. Aunque tu cuerpo se evapora cuando quiero apartarlo, sabe que no te temo.
—Ante ti nada es grande, sino la llama que exhala un corazón puro.
—Piensa en lo que te he dicho si no quieres arrepentirte.
—Padre celestial, conjura, conjura las desgracias que pueden caer sobre nuestra familia.
—¿De modo, espíritu malvado, que no quieres retirarte?
—Protege a esa esposa querida que me ha consolado en mis desalientos…
—Puesto que me rechazas, te haré llorar y rechinar de dientes como un ahorcado.
—Y a ese hijo amante, cuyos castos labios apenas se entreabren a los besos de la aurora de la vida.
—Madre, me estrangula… Padre, socorredme… No puedo ya respirar… ¡vuestra bendición! Un grito de inmensa ironía se eleva por los aires. Ved cómo las águilas aturdidas caen de entre las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, literalmente fulminadas por la columna de aire.
—Su corazón no late ya… Y ella ha muerto junto al fruto de sus entrañas, fruto al que ya no reconoce, tanto se ha desfigurado… ¡Esposa mía!… ¡Hijo mío!… Recuerdo un tiempo lejano en el que fui esposo y padre. Se había dicho, ante el cuadro que se ofrecía a sus ojos, que no soportaría tamaña injusticia. Si es eficaz el poder que le han concedido los espíritus infernales o, mejor, el que extrae de sí mismo, aquel niño, antes de que la noche terminara, no debía ya existir.
El hermano de la sanguijuela caminaba con lentos pasos por el bosque. Se detiene varias veces abriendo la boca para hablar. Pero cada vez que lo intenta se le hace un nudo en la garganta y no deja pasar el abortado esfuerzo. Por fin, exclama: «Hombre, cuando encuentras un perro muerto boca arriba, apoyado en una exclusa que le impide partir, no vayas como los demás a coger con tu mano los gusanos que brotan de su hinchado vientre para mirarlos con asombro, abrir una navaja y despedazarlos en gran número, diciéndote que tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio buscas? Ni yo ni las cuatro aletas natatorias del oso marino en el océano Boreal hemos podido resolver el problema de la vida. Ten cuidado, la noche se acerca y estás ahí desde la mañana. ¿Qué dirá tu familia, con tu hermanita, si llegas tan tarde? Lávate las manos, reemprende el camino que lleva adonde duermes… ¿Quién es ese ser, allí, en el horizonte, que se atreve a acercarse a mí sin miedo, con saltos oblicuos y atormentados, ¡y qué majestad la suya, mezclada con serena dulzura! Su mirada, aunque dulce, es profunda. Sus enormes párpados juegan con la brisa y parecen vivir. No le conozco. Mirando sus monstruosos ojos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez desde que succioné los secos pechos de lo que denominan madre. Tiene a su alrededor una especie de aureola de luz resplandeciente. Cuando ha hablado, toda la naturaleza ha enmudecido, experimentando un gran estremecimiento. Puesto que te complace acercarte a mí, como atraído por un imán, no me opondré a ello. ¡Qué hermoso es! Me disgusta decirlo. Debes de ser poderoso, pues tienes un rostro más que humano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas, y prefiero ver una serpiente, enroscada a mi cuello desde el comienzo de los tiempos, que contemplar tus ojos… ¡Cómo!, eres tú, sapo… ¡grueso sapo!… ¡sapo infortunado!… ¡perdóname!… ¡perdóname!… ¿Qué vienes a hacer en esta tierra donde moran los malditos? Pero ¿qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas para tener tan dulce aspecto? Cuando, por una orden superior, descendiste de lo alto con la misión de consolar a las distintas razas de seres existentes, te abatiste sobre la tierra con la rapidez del milano sin que tus alas estuvieran cansadas tras tan larga, magnífica carrera; ¡te vi!, ¡pobre sapo!, Cómo pensé, entonces, en el infinito al mismo tiempo que en mi debilidad. «Uno más que es superior a los de la tierra, me decía, y eso por voluntad divina. ¿Por qué no lo soy yo también? ¿A qué viene esa injusticia de los decretos supremos? ¡Insensato es el Creador que, sin embargo, es el más fuerte y cuya cólera es terrible!» Desde que apareciste ante mí, ¡monarca de las ciénagas y los estanques!, cubierto de una gloria que sólo a Dios pertenece, me consolaste en parte, pero mi vacilante razón se abisma ante tanta grandeza. ¿Quién eres, pues? ¡Quédate… ¡oh!, quédate todavía en esta tierra! Pliega tus blancas alas y no mires a lo alto con párpados inquietos… ¡Y si te vas, partamos juntos!» El sapo se sentó sobre sus muslos posteriores (¡que tanto se parecen a los del hombre!) y, mientras las babosas, las cucarachas y los caracoles, huían a la vista de su enemigo mortal, tomó la palabra en estos términos: «Escúcheme, Maldoror. Fíjate en mi semblante, tranquilo como un espejo, creo poseer una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde entonces nunca he traicionado la confianza que habías depositado en mí. Soy sólo un simple habitante de los cañaverales, es cierto; pero gracias a tu propio contacto, tomando sólo lo que de bello había en ti, mi razón se ha engrandecido y puedo hablarte. Me acerqué a ti para apartarte del abismo. Quienes se llaman tus amigos te miran, heridos por la consternación, cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias o sujetando, con dos nerviosos muslos, ese caballo que sólo galopa de noche, mientras lleva a su dueño-fantasma envuelto en un largo manto negro. Abandona esos pensamientos que dejan tu corazón vacío como un desierto; son más ardientes que el fuego. Tu espíritu está tan enfermo que no lo advierte y piensas hallarte en tu estado natural cada vez que de tu boca brotan palabras insensatas, aunque llenas de infernal grandeza. ¡Infortunado!, ¿qué has dicho desde el día de tu nacimiento? ¡Oh!, triste resto de una inteligencia inmortal, que con tanto amor había creado Dios. ¡Sólo has engendrado maldiciones más horrendas que la visión de hambrientas panteras! Preferiría tener soldados los párpados, que mi cuerpo careciera de piernas y brazos, haber asesinado a un hombre, antes que ser tú. Porque te odio. ¿Por qué tener este carácter que me asombra? ¿Con qué derecho vienes a esta tierra para ridiculizar a quienes la habitan, podrido despojo, agitado por el escepticismo? Si no estás a gusto, debes regresar a las esferas de donde vienes. Un habitante de las ciudades no debe residir en la aldea, como un extranjero. Sabemos que en los espacios existen esferas más vastas que la nuestra y cuyos espíritus tienen una inteligencia que nosotros ni siquiera podemos concebir. Pues bien, ¡vete!… ¡aléjate de este suelo móvil!… Muestra por fin tu esencia divina, que hasta hoy has ocultado, y, lo antes posible, dirige tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que no te envidiamos, ¡orgulloso de ti! Pues no he logrado saber si eres un hombre o más que un hombre. Por lo tanto, adiós, no esperes ya encontrar al sapo en tu camino. Has sido la causa de mi muerte. Parto hacia la eternidad, para implorar tu perdón.»
Si alguna vez tiene lógica fijarse en la apariencia de los fenómenos, este primer canto termina aquí. No seáis severo con quien sólo está, todavía, probando su lira: ¡tiene un sonido tan extraño! Sin embargo, si queréis ser imparcial, reconoceréis ya la poderosa impronta entre sus imperfecciones. Por lo que a mí respecta, me pondré de nuevo a trabajar para que pueda aparecer un segundo canto en un lapso que no sea muy grande. El final del siglo diecinueve verá su poeta (sin embargo, al principio, no debe comenzar por una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza); ha nacido en las riberas americanas, en la desembocadura del Plata, donde dos pueblos, rivales antaño, se esfuerzan hoy en superarse por medio del progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del Sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas argentinas del gran estuario. Pero la eterna guerra ha levantado su imperio destructor en las campiñas, y cosecha con gozo numerosas víctimas. Adiós, anciano, y piensa en mí si me has leído. Tú, joven, no desesperes, pues, pese a tu opinión contraria, tienes en el vampiro un amigo. Contando el ácaro sarcopte que produce la sarna, tendrás ya dos amigos.
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*El 24 de noviembre de 1870 falleció Isidore Ducasse, conocido como Conde de Lautréamont, poeta francés de origen uruguayo, el mas importante de los poetas malditos.Sus novelas están llenas de surrealismo con tintes de crueldad y maldad.
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