Maruja, Libertad, Marina y Soledad:
Cuatro muchachas en el frente que yo he conocido; que he hablado con ellas unas horas nada más, y que me parecen recuerdos antiguos e inolvidables.
¡Maruja, Libertad, Marina y Soledad!
Cuatro muchachas del frente.
Cada una de ellas tiene una vida. La mayor apenas tiene dieciocho años.
Maruja es madrileña; Libertad, mallorquina; Marina y Soledad son catalanas.
Maruja tiene dieciocho años. Es la mayor de todas, pero parece la menor. Es pequeña, casi rubia, de grandes ojos infantiles. Le mataron el novio y el hermano y cayó ametrallada en la sierra de Guadarrama. Morirá en la montaña vengando a sus muertos. Ella dice que es la única manera de recordarlos. Y no siente el temor de la muerte. La vio tan pronto y la ha visto tan pródiga, que para ella ha perdido el prestigio del misterio. Es una muchacha del frente. Más pequeña que su fusil. Morirá en la montaña vengando a sus muertos. Y, sin embargo, sobre la tierra, muerta, parecerá, tan frágil, tan bonita, una paloma que cayó.
Libertad tiene dieciséis años. Se llama Libertad porque su padre es revolucionario. Su hermana se llamaba Aurora. Es elegante porque es costurera. Y es una linda muchacha de rico pelo negro. También es pequeña, pero ha oído los fusilamientos nocturnos y ha entrado en los conventos fortificados por los fascistas, en Tarragona, al asalto, con el pueblo furioso, asesinado, y de allá se trajo para banderas rojas de la Revolución, los mantos purpúreos. Allá, en Mallorca, bajo la presión fascista, sus padres y su hermana Aurora han sido fusilados, porque nacieron y vivieron, como ella, para la Revolución. Pero Libertad hace ahora comunistas en Barcelona. No tiene sino dieciséis años. Está preparando las listas de los hombres que irán más tarde a Mallorca, con ella, a fusilar a los que fusilaron a su hermana Aurora y a sus padres, dos viejos de la Revolución.
Marina tiene diecisiete años. Es delgada, fina, de lacio pelo negro que le sacude la frente como el ala de un pájaro imprudente. Todos los compañeros, hombres y mujeres, siempre la están buscando. Porque tiene la inteligencia en los ojos y la decisión en los gestos. En los días trágicos, peleó en las calles. Y ella recuerda: «No es nada agradable ver caer a los compañeros… pero tú sabes… las mujeres siempre somos un poco sentimentales.» Después, dominada Barcelona, se fue al frente de Aragón. Y trajo este recuerdo: «Nuestros combatientes son formidables. No combaten sólo por heroísmo, sino porque saben que deben combatir.» Ni en las calles ni en el frente adquirió la noción del peligro. Piensa que nunca estuvo expuesta: «Sólo el peligro que corrían los demás compañeros.» Mas, aunque tiene el corazón de acero, un recuerdo siempre tiene para lo que vio en Barcelona, cuando estuvo en el asalto al cuartel de Atarazanas. Allí, una mujer del pueblo, a su lado, respondió el fuego de los rebeldes. Cuando vino la hora del asalto, la mujer, pistola en mano, entró al cuartel. Y la vio llorar, abrazada a un prisionero, un soldado que era su hijo… Marina es ya, a los diecisiete años, la secretaria de Organización del Comité Militar. Será un dirigente famoso. Y, si algún día la fusilan, morirá cantando La internacional.
Soledad tiene quince años. Tiene una cabeza estatuaria, llena de luz. Y, aunque su rostro tiene la seriedad majestuosa de la Revolución, su cuerpo tiene la intranquila vivacidad infatigable de la adolescencia. Sus padres, dos revolucionarios, consintieron que fuera a la expedición de Mallorca. Después, sin permiso, se fue al frente de Tardienta. «Se nos escapó…» Ella, que estuvo en los combates, dice: «Oh, mira, algo malo, pero en fin…» Y tuvo, sin embargo, una gran emoción que no recuerda sin alguna alegría infantil:
«Un día, yendo para Huesca, equivocamos el camino. Íbamos cantando en el coche. De pronto, a medio kilómetro, cuando casi íbamos a entrar en un pueblo, nos ametrallaron. Fue terrible. Corrimos tanto por la carretera que nos estrellamos a ciento veinte kilómetros por hora. Fue casi en nuestras líneas ya. Todos estábamos heridos. Pero los nuestros nos hacían fuego creyendo que éramos rebeldes. Nos salvamos por una requetecasualidad.» Pero Soledad piensa que todo lo que le pasa es importante. Y ahora es la encargada de la oficina de reclutamiento de milicianos para ir al frente donde ella estuvo. Casi todos son jóvenes. Y si alguno quiere decirle algún piropo, Soledad le recuerda: «Mira, que ya yo estuve adonde tú vas ahora.» Y los jóvenes se van, avergonzados, a aprender a manejar el fusil, para ir «adonde Soledad estuvo ya».
Cuatro muchachas del frente de España que yo he conocido y que no olvidaré jamás.
¡Maruja, Libertad, Marina y Soledad! Cuatro muchachas, bellas muchachas, sangre de la Revolución.
En el parapeto
Polémica con el enemigo
El 4 de octubre polemicé con el enemigo. Difícilmente podría olvidar aquello.
La tribuna fue un parapeto sobre una roca. El escenario fue la noche prelunar, densa aún y peligrosa. Mi contrario, un cura guerrillero. El público, los milicianos de la Revolución española y los fascistas insultadores, requetés, falangistas, guardias civiles y militares traidores. Los aplausos, ráfagas de las ametralladoras. ¿Quién podría olvidar todo esto?
Nosotros llegamos al parapeto al anochecer. La luna saldría más tarde, ya en menguante. La noche era honda, maciza, casi impenetrable.
Aquel sitio era el que había recibido un nuevo nombre en la geografía del lugar. Se llamaba La Peña del Alemán, en honor de un compañero (comunista) alemán que el cuatro de agosto se había batido allí como un héroe por defender la posición dominadora de un pequeño valle. Al alemán, los milicianos, con su dificultad para recordar el nombre extranjero, lo recordaban sólo con el recuerdo. Alguno, vagamente, creía saber que se llamaba Hans. Algún día lo sabré.
Frente a nuestra posición también la geografía había tomado un nuevo nombre. Allá estaban los fascistas, dominados por nosotros desde algunos puntos, sobre otras colinas rocosas, a una distancia de trescientos cincuenta a quinientos metros. Ellos le llamaban a su avanzadilla El Parapeto de la Muerte. Nosotros lo sabíamos por los hombres que se habían pasado a nuestras filas.
Ya, antes de llegar a las peñas, yo había recibido una emoción singular. Marchaba con el teniente a la cabeza de la impresionante fila india y me di perfecta cuenta de que el oficial no tenía la exacta noción del rumbo. La marcha por las rocas y los sembrados, en la noche sin matices, es peligrosa en extremo, porque puede caerse frente al enemigo, como a muchos les ha pasado. Fue una cosa de instinto, porque casi enseguida varios hombres advirtieron:
—Teniente, por aquí nunca hemos venido, usted va equivocado. ¡A ver si nos vamos hacia los fascistas!
—Aquí hay un camino —gritó uno atrás.
Se hizo un alto, el teniente realizó un recorrido y la fila silenció las voces y apagó los cigarros.
El oficial regresó y dijo:
—Íbamos bien, hombre.
Pero desvió el camino mucho más a la derecha. Entonces, mientras ascendíamos a tropezones por las peñas ásperas, comenzamos a escuchar el lejano vocerío. Había comenzado, con la noche, la batalla de insultos y de convencimientos.
En la guerra cabe la astucia, pero no la hipocresía. Por eso, tan pronto como la oscuridad lo permitía, los hombres sacaban la cabeza fuera de los parapetos y comenzaban a insultarse unos a otros.
Era un combate en que el ingenio tomaba una parte principal. Y florecía, junto a la brillante salida de un estudiante, la ruda barbaridad de un campesino. Los nuestros ciertamente llevaban la mejor parte.
—¡Rojillos! —gritaban ellos—, ¿habéis comido hoy? ¿Habéis fumado?
—Sí, fascista, nos sobró pollo, hombre. Ven por él… contestaba uno nuestro.
—Eh, rojillos, ¿desde cuándo no vais a Madrid?
—Fascista, hablad claro que no tenéis espíritu ni para gritar.
Mas pronto comenzó la «propaganda», dándose cuenta de las mutuas victorias.
—¡Hijos de la Pasionaria! ¿Os habéis enterado de lo de Toledo? ¿Por qué si vais a Madrid tanto no os llegáis a Toledo que está más cerca?
—Fascista, es que no tenemos tiempo. Tantas palizas como os damos no nos dejan tiempo para todo. En algún lado tenéis que descansar. ¿No sabéis ya lo de Monte Aragón y Estrechoquinto? Os ocultan la verdad, fascistas.
Había una diferencia entre los dos puestos. De los nuestros hablaba quien quería. De ellos sólo se escuchaban cuando más dos o tres voces. Y no es que hubiera más disciplina, porque cuando nosotros queríamos, hablaba uno sólo, sino que había menos entusiasmo del lado enemigo.
Y de la propaganda se saltaba a las cosas que más pudieran mortificar.
—Oye, fascista, ya se os acabó el Aquarium (café de lujo de Madrid). Ahora dormimos en casas de vuestros duques y condes…
—Sólo eso queríais, canallas. Vagos es lo que sois y no trabajadores… Pero ya pronto tomaremos Madrid.
—Oye fascista, y ¿por qué no tomáis primero Gascones, que es más pequeño? ¿Os acordáis del 22, no?
—Rojillos, ¡hijos de puta!
Y una llovizna de la ametralladora silbó encima del parapeto. Les había «hecho efecto» el recordarles la paliza que allí mismo habían llevado el 22 de septiembre.
Los nuestros siguieron en el ataque.
—Oye, Calvo fascista (Calvo era el cura que hablaba generalmente por ellos), oye, español, ¿cuánto pagáis al italiano del avión y a los alemanes de la antiaérea? ¿Qué os han hecho las mujeres y los niños? ¿Por qué, cristianos, traéis moros? ¿Por qué empleáis balas explosivas? Y contestaron:
—Nosotros luchamos por una España nueva. Y vienen italianos, alemanes y moros, porque tenemos el apoyo del mundo entero. Nosotros también vamos a luchar por el trabajo. Pero queremos una España para todos, pero no para unos pocos, como vosotros, que os llamáis trabajadores y no queréis trabajar. Detrás de nuestros parapetos reina el orden en todos los puntos.
—Claro, reina el orden de los cementerios —gritó uno de los nuestros.
Y entonces fue cuando el teniente me dijo:
—Compañero, debías hablarles tú, que vienes de fuera, para que les cuentes lo que se piensa de España.
Yo, por mi cuenta, ya les iba a hablar, así es que me anunciaron a grandes voces:
—Eh, fascistas, aquí hay un periodista cubano que va a haceros un informe que podrá interesaros. A callaros, pues. No rebuznéis más.
Y cuando se hizo el silencio comencé el primero de mis tres discursos de la noche:
—Compañeros fascistas, grité a buena voz —y me oyeron aquella noche a lo largo del hueco del valle, en los lejanos parapetos de Gandulla—, soy periodista y vengo de América.59 Vengo de Cuba, de los Estados Unidos, de Bélgica y de Francia. Y puedo darles informes del Canadá y de toda la América Latina. El mundo entero está en contra de ustedes. Los obreros del Comité Antifascista de Nueva York recogen muchos miles de pesos para sus compañeros españoles; en Francia, en breves días, se reunieron cinco millones de francos; en Bruselas, en una semana, se pasó del millón de francos; los obreros canadienses y los ingleses nos envían ambulancias y material sanitario, y desde México, los obreros mexicanos han remitido los rifles y los millones de cartuchos con que ahora estamos disparando contra ustedes. Pero no es sólo esto. Con ustedes hay italianos y alemanes mercenarios, pagados por sus gobiernos, enviados por Hitler y Mussolini, los dos chulos provocadores del cabaret político de Europa, pero con nosotros están los alemanes y los italianos que luchan por la libertad de sus países. Y esta misma peña, que nunca han podido tomar ustedes, lleva el nombre de un compañero alemán. Con ustedes está la canalla del mundo. Ustedes son mandados por traidores. A nosotros nos mandan luchadores de la libertad y nos apoya el proletariado del universo entero. Aún tienen tiempo. Los que de ustedes tengan callos en las manos y hayan sido arrastrados o por la amenaza o por el engaño, que se pasen a nuestras filas y serán recibidos aquí con los brazos abiertos. Los otros, los explotadores, los vividores de toda la vida, que se preparen a la muerte, porque no hay esperanzas para ellos. No se dejen engañar. No hay esperanzas para ustedes. Somos más y somos mejores. La guerra la ganaremos porque España no quiere seguir siendo esclava; porque sería preciso el exterminio total de los españoles, como ya tuvieron que hacer ustedes en Badajoz. Nosotros también, los hispanoamericanos, hemos venido aquí y allá reunimos dinero para la causa del pueblo español, porque estamos contra la España que ustedes quieren prolongar, la vieja España de la explotación de nuestros pueblos, contra la que fue nuestra madrastra y ahora será nuestra hermana mayor, por ser la primera en obtener la libertad. Y hasta mañana fascistas.
Parece que mis informes los impresionaron, porque cuando acabé no irrumpieron a rebuznos ni graznidos, sino que continuó el silencio. Entonces los nuestros comenzaron a hacer chuscos con ellos y a preguntarles que si se habían asustado con los informes.
Pero entonces habló uno de ellos.
—Vaya, ahí te contesta el Calvo. Escucha bien para que le respondas:
Y el Calvo habló:
—Eh, tú, periodista. Has dicho una sarta de mentiras. ¿Cómo es que si toda América, como tú dices, está con ustedes, explica tú que el Uruguay y otros países hispanoamericanos estén a punto de retirar sus representaciones diplomáticas de Madrid, y van a reconocer al gobierno legítimo de Burgos? La América que está con ustedes no es sino la mala América, que es igual que la mala España de aquí. Dios os cría y el diablo os junta. Y aprende a no decir mentiras. Explica cómo es que estando con vosotros es con nosotros con quienes quieren tener relaciones. Explica, anda, contesta.
—Vaya, contéstale pronto para que no se crean que tienen razón —me dijeron los compañeros.
—Oye, fascista, ¿me oyes?, bueno, te voy a contestar, hombre. ¡Qué cosas más fáciles preguntas tú! Debías tener más talento para lo que has estudiado. Mira, en primer lugar, tienes que saber que una cosa son los gobiernos y otra los pueblos. En París vi a medio millón de franceses pedir cañones y aviones para España. Y en Bélgica, cuando Pasionaria se presentó en el Stádium de Bruselas, la ovacionó la muchedumbre. Eso es lo que tienes que comprender, fascista y eso es lo que quiero que sepan tus hombres. Cuando un pueblo tiene el gobierno que quiere, pasa entonces como con Rusia, o como con México, que ambos nos están mandando, el primero, víveres y ropa; y el segundo, balas para acabar con ustedes. ¿Estás contento ya, fascista?
De nuevo se hizo el silencio en el parapeto enemigo.
—Te los has cargado —dijo un compañero—. No saben qué contestar.
—Es que además de que no tienen la razón, son brutos —comentó otro.
Pero el clamoreo se alzó de nuevo y el teniente nuestro hizo una observación. Era verdad: una voz sonaba mucho más cercana que las otras. Inmediatamente recorrió el puesto y ordenó que prepararan las granadas de mano.
Sin embargo, la misma voz, la del Calvo, logró imponerse a las otras y haciendo alarde de una sutileza final me emplazó:
—Oye, periodista cubano, ¿cómo es que siendo tú tan humanitario como dices, nos acusas de emplear aviones italianos y, en cambio, te jactas de que nos disparan con balas mexicanas? Contesta eso, ahora, si puedes, anda, que todos sois unos farsantes, y tú harías mejor en no meterte en las cosas de España.
Para mí fue extremadamente fácil contestarle al fascista y le grité, con una gran voz resonante en el valle y la distancia:
—Oye, fascista, manda a callar a ese energúmeno que aúlla ahí y escucha. (El energúmeno se calló.)
—Oye, lo que tú quieres saber es qué diferencia hay hoy en el mundo entre un avión italiano y una bala mexicana, ¿no? Bien, pues te voy a contestar. Esos aviones italianos que están usando ustedes, son los mismos que bombardearon a las indefensas poblaciones de Abisinia, son los mismos que utilizó Mussolini en nombre de la civilización, para atropellar y asesinar a un pueblo, el más heroico de la tierra. Y ustedes que dicen que quieren una nueva España han atraído a los desalmados esos, a los que representan hoy en el mundo la barbarie, el incendio, el asesinato y el robo; a los que quieren provocar una nueva matanza europea. Y ustedes no han vacilado en hacer de España una nueva Abisinia, y yo sé que tú sabes lo que significa en el mundo un avión italiano. Pero tú no sabes lo que significa una bala mexicana y te lo voy a explicar. Una bala mexicana nunca ha significado una conquista y el atropello de un pueblo. Una bala mexicana siempre ha significado una lucha por la libertad de los pueblos. Una bala mexicana significa, para nosotros los hispanoamericanos, una lucha constante, incansable, contra el imperialismo. Por eso, fascistas, nosotros nos sentimos orgullosos de disparar contra ustedes con las balas mexicanas, pagadas por los obreros mexicanos, porque son balas para liberar un pueblo y no para oprimirlo.60 Y esta es la diferencia que hay entre los aviones italianos que ustedes usan y las balas mexicanas que nosotros empleamos. Y hasta mañana, fascista…
Esta vez la respuesta fue contundente. Silbaron las ráfagas tableteadas de las ametralladoras y muchas balas de fusil, balas explosivas, estallaron contra el parapeto.
Y me gritaban:
—Traidor, vete a tu país. ¡Hijo de puta! ¿Cuánto te pagan?
—Ganamos la pelea —le dije al teniente.
Pero este tenía ya otra preocupación. La noche estaba negra y temía una sorpresa.
Yo le dije: todo es cuestión de media hora, que comenzará a salir la luna.
II
Cuando salió la luna vino la tranquilidad. Ya no era posible ninguna sorpresa nocturna. El teniente Ruiz quitó las guardias dobles y distribuyó los turnos para toda la noche, de dos en dos horas.
Los disparos de los morteros contra algún otro parapeto cesaron. Pero los «pacos» —tiradores furtivos— disparaban incansablemente. Alguna vez, los fusiles-ametralladoras descargaban sus peines. De cuando en cuando, una bala explosiva estallaba su bofetada insultante contra nuestro parapeto.
Yo le dije al teniente:
—Yo creo que esa gente nos quiere tener toda la noche despiertos, porque a lo mejor, pensarán atacar mañana y preferirán tenernos sin descanso.
—Tal vez —respondió, y se fue, atento a todo, a recorrer la línea.
Yo fui con él. A uno le daba instrucciones sobre el peligro de los fósforos y de los cigarros; a otro le indicaba la necesidad de montar la guardia con todo el correaje puesto; a otro le ordenaba cubrir con sacos los techos de las «chabolas» (casetas de madera) para no denunciarlas a los aviones; a las guardias les indicaba que no olvidaran las granadas de mano. Era su primera noche de oficial y ponía un escrúpulo especial en todo. A mí me había dicho:
—Ya verá mañana, gente imprudente y temeraria. No escarmientan.
Me acosté a cielo abierto, porque no había más espacio en las pocas chabolas que aún se habían hecho. Había una clara luna remota, de menguante. Y las estrellas, mis viejas amigas del cielo del Presidio. Tanto tiempo sin verlas. De pronto me entró una duda. ¿Era Casiopea la constelación que brillaba sobre mi cabeza? El cuerpo me temblaba por el frío, como si fuera un flan. ¿Tendré yo miedo —pensé— que no me acuerdo bien de lo que sé? Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros y de mis árboles, en Punta Brava. Yo me dije: a lo mejor, en la guerra, cuando uno tiene un recuerdo es porque se tiene miedo. Pero no estaba convencido. El relevo de las doce, un gallego de imponente vozarrón, me dijo:
—Camarada, tienes frío. Toma esta manta y ya luego nos arreglaremos. Pero no sabes dormir en la tierra. Echa pa’acá, hombre. Y me hizo una especie de almohadilla con paja y piedra, que quedó muy bien.
—Sigue tirando esa gente —le dije.
—Sí, pero no hagas caso. Es que tienen miedo. De noche le tiran hasta a su sombra.
Y me fui durmiendo, sin sentirlo, como en la cama de un príncipe, recordando el cuento de la cantimplora herida, de un soldado bisoño que al entrar en fuego sintió un balazo y se sintió húmedo y se vio correr la sangre. La sangre que sólo era el vino de la cantimplora pasada por una bala.
La guardia de las dos me despertó. Lloviznaba y todos tuvimos que recogernos en una chabola. Allí, unos sobre otros, dormimos. El agua goteaba, pero no era lo mismo que la intemperie.
El amanecer. Un hombre se levantaba y a todos los movilizaba. Pisaba a unos, tropezaba con otros, algunos lo insultaban, soñolientos aún. El agua de las goteras corría por las mantas. Había más frío aún que por la noche. Lloviznaba sin cesar, pero era una lluvia fina, impalpable casi. Fuera de la chabola, en un rincón del parapeto, unos milicianos, con cara de sueño, sin lavar, cubiertos por las mantas, se calentaban las manos en una pequeña hoguera y preparaban un poco de chocolate. Una serie de balas explosivas estallaron contra el parapeto.
—Ya empiezan esos cabrones —dijo uno.
Y, en efecto, comenzó la función. Los francotiradores, los «pacos», no descansaron.
A nuestra izquierda, a unos veinticinco metros, quedaba un parapeto aislado. Cinco hombres lo cubrían. El espacio entre nosotros quedaba bajo el fuego directo de una ametralladora enemiga. Un hombre se levantó allá y enseñó un pedazo de jamón:
—El que tenga cojones que venga por él —gritó.
Y enseguida uno de los que estaban haciendo el chocolate, dijo: «Eso me completa el desayuno», y lo fue a buscar. A la vuelta, la ametralladora lo persiguió, pero todas las balas picaron atrás, contra las rocas. Después, ofrecieron vino, y también lo fueron a buscar bajo las balas. Y si no se levanta el teniente hubieran continuado aquellas imprudencias temerarias de que ya me había hablado. El último hombre que cruzó tuvo que quedarse allá.
La Chata, una hermosa muchacha, de negro pelo estatuario, vino a nuestra chabola a tomar el desayuno.
—Oye, esta barraca es sólo para hombres le dijo uno en broma.
—Bueno, pero es que yo también soy un hombre ahora —respondió.
Y uno me dijo:
—Esta se duerme en los parapetos.
—No seas embustero. Mira que no estoy de buen humor —le contestó—. He tenido ahora una discusión con Lolita, en el parapeto de al lado.
—¡Una camilla… Un hombre herido! —se asomó uno, urgiendo.
Todos salimos rápidamente. Disparaba el enemigo a descargas cerradas inútiles. Pero del suelo recogían un cuerpo inerte. Era Lolita Máiquez. Sólo tenía diecisiete años. Me había leído la carta última de su mamá, contenta de saber que muy pronto tendría permiso para volver a Madrid. En la carta le decía: «Dime si es cierto, cuándo vienes, para ir a la cola, a buscar carne.» La madre es vendedora de periódicos y ella era aprendiz de modista. Se había portado como un héroe en el combate del día 22 de septiembre. Era pequeña, una seria muchacha simpática. De su parapeto había cruzado al vecino para buscar unos gemelos y explorar al enemigo. En el punto más alto del cruce, si no se arrastra uno, se pasa a la descubierta. Fue imprudente y cayó, sin una palabra, sin sangre. Pero llevaba ya ese lívido color de la muerte, que se parece al de un canario enfermo. Mas es ridículo comparar con nada a una muchacha muerta en la guerra. Llevaba la cabeza abatida. Los compañeros la evacuaron bajo el fuego. Dos veces cayeron y pensamos por un segundo que tendríamos que ir a recogerlos también, pero sólo era el apuro que tenían por llegar al puesto de emergencia.
—¡Pobre Lolita! —dijo La Chata, su compañera de parapeto, mientras se peinaba su tumultuosa cabellera negra.
Y la tristeza hizo el silencio mientras el enemigo disparaba, respondiéndole nuestras guardias.
—Y que no hay esperanzas, porque herido que no habla, ese está mal —dijo otro.
En efecto, cuando regresaron los hombres se supo. Había muerto en el acto, una bala le había partido la aorta. El teniente Ruiz tomó mi pluma y escribió:
«Parte de Guerra. —Peña del Alemán, 5, 10, 1936. —Al Capitán de la Tercera Compañía de Acero. —A las ocho de la mañana del día de hoy, la miliciana Dolores Máiquez, destacada en un parapeto de cinco hombres (responsable cabo Cruz Tello), al salir al parapeto próximo recibió un tiro de fusil, siendo evacuada a mano por el teniente Avelino Ríos y dos milicianos más, por no existir ambulancia, ni camilleros. —El Teniente, A. Ruiz.»
Luego salió a recorrer los parapetos y fui con él. En cada uno regañó enérgicamente a los hombres.
—Tú, ¿qué haces sin el correaje? Aquí va a haber que dar las órdenes a tiros. Estas muertes me indignan. Aquí no venimos a morir, sino a matar. Sólo venimos a morir cuando vamos al ataque, cuando vamos a cambiar la vida por un objetivo. La vida que traemos al parapeto no es nuestra. Ya lo ha dicho el Partido Comunista. Es de la revolución. Y un muerto no es sólo un compañero que cae. Es un rifle menos para matar fascistas. Ustedes tienen miedo. Tienen miedo a que los demás se crean que tienen miedo. Y hay que acabar con esto. Y no hay que ser más valientes porque haya mujeres. Aquí las mujeres son hombres. Porque aquí sólo hay rifles de la revolución. Aquí no hay sexos. Y del parapeto no se sale sino cuando es imprescindible. Y si se sale hay que salir así. Y, arrastrándose, el teniente Ruiz pasaba de posición a posición, recriminando a los hombres su imprudencia. Pero estaba colérico. La muerte de Lolita Máiquez lo había puesto violento.
—¡Cabrones!… —decía—. Tenemos que vengar la muerte de Lolita. Como venga hoy un parlamentario a dejar prensa, nos lo cargamos.
—No, teniente, no puede ser eso —le objetó muy seriamente un miliciano.
—¿Qué? ¿Lo vamos a dejar llegar? ¿Acaso ellos han respetado nunca los parlamentos? ¿Acaso en Madrid, y en Barcelona, y en Oviedo, y en todas partes, no han utilizado los parlamentos para ametrallarlos cuando nos acercábamos?
—Pues por eso mismo, teniente, porque nosotros no podemos ser como ellos, repitió el miliciano.
Mas el teniente Ruiz estaba empeñado en vengar la muerte de Lolita, y al cabo dio con la fórmula. Dijo:
—Ahora, de once a once y media, ellos traen la comida a su parapeto. A esa hora, a una señal, todos disparamos sobre el objetivo. Alguno caerá.
Y escogió los tiradores. Allí había varios que habían peleado en África. Un filipino, estupendo tirador; dos carabineros; él mismo. Yo tomé el rifle que había dejado Lolita Máiquez.
A los cuatrocientos metros un hombre no es fácil blanco. El filipino, Ángel Ruiz Melendreros, sin embargo, había estado siete años en Marruecos. Le vi meter dos peines consecutivos por una tronera fascista. Julián Romero, cabo de carabineros, que tenía miles de historias que contar, pequeño, barbudo, trigueño, tiraba también estupendamente. Y otro carabinero de espejuelos, joven, tenaz. Ellos me fueron corrigiendo la puntería hasta que coloqué mis balas en los sacos terreros de los fascistas.
Se les vio venir, aproximarse al parapeto, y a una señal hicimos fuego. El peine entero y enseguida otro más. Cayeron. No sabemos si muertos o heridos, porque al suelo se tumba uno cuando silban las balas próximas. Pero ellos contestaron furiosamente. Y tirando con tal precisión que la tronera de observación desde donde disparaba el teniente fue acribillada. Una bala, pasándole bajo el brazo en que se apoyaba sobre el saco, rajó este. Inmediatamente, otra levantó un poco de tierra.
—Me cazan —dijo Ruiz—, echándose a un lado. Han localizado con los gemelos esta tronera.
Y apenas lo dijo, una ráfaga entera de ametralladora silbó por ella. Decir que pasan como un mosquito de acero es parecido pero no es exacto. Su silbido semeja al de un hilo de alambre vertiginosamente enrollado desde el infinito. Un miliciano se agachó y taponeó la aspillera con una piedra. Dos balas explosivas se rompieron contra ella.
—Me figuro que les hemos hecho alguna baja —le dije al teniente.
Este, satisfecho, me contestó:
—Lo creo, porque han reaccionado como nosotros cuando mataron a Lolita.
Después, unos se aburrieron y se echaron a dormir, y otros continuaron el tiroteo. Yo, con los gemelos, iba comprobando el efecto de los disparos que hacía. Me gustaba aquello. Pero mis maestros, el filipino Ruiz Melendreros y el cabo Julián Romero, se pusieron a hacer relatos de la guerra de Marruecos y me puse a escucharlos. Aunque el día continuaba triste, gris, frío y lluvioso, habíamos sacudido un poco la pena a tiros, y teníamos la esperanza de haber hecho bajas. Aún, un compañero, desde el parapeto próximo, no dejaba dormir a los otros con el estampido constante de su mosquetón.
El filipino recordaba a los Hijos de la Noche y a los Caballeros de la Luna, grupos de hombres arriesgados, audaces, que en África salían por la noche en busca de los tiradores furtivos que tanto daño les hacían a las columnas y recordaban al famoso «paco» de Zauen, que estuvo dos meses, desde lo alto de una montaña inaccesible, matando soldados.
El cabo Romero recordaba sus aventuras. Cuando yendo en un tanque, cayó en un barranco y estuvo sitiado dos días por los moros, comiendo la carne cruda de una oveja que lograron meter dentro. Y cuando estuvo prisionero siete meses, en un morabito, al cuidado de un santón, en Reana, por Zoco. El abra de Beniharan. Hasta que un cabo de la Legión Extranjera mató de un palo una noche al santón, y pudieron escapar los únicos supervivientes que quedaban, vestidos de moros, hasta la frontera francesa, y allí los recibieron a tiros y se salvaron gracias al hallazgo de una letrina, en donde se refugiaron hasta la llegada del día, en que a gritos aclararon que eran españoles fugados de una prisión de los moros.
Y después contó la danza de las gumias, para hacer santones, que presenció en el campamento de Terejira, en Larache, donde todos estaban vestidos con chilabas y jaiques de gran lujo.
Y la fiesta del cordero, que hacen un día al año, y para la que escogen al más ágil y potente corredor, y a la puerta de un morabito, degüellan un cordero joven, y el corredor, a la desesperada, cruza el pueblo y lo lleva hasta la puerta del morabito opuesto, y si llega con vida, palpitante aún, será que habrá un buen año, si no, el año será malo.
Y el filipino contó la vida de los legionarios; cómo se gastaban todos los «cuartos», «porque un día u otro tenían que morir»; los brutales castigos que inventaba Franco para mantener la disciplina; la pena de un mes dando pico y pala, sin armas, en la primera línea…
Así, bajo la llovizna, los disparos y los recuerdos, se fue pasando el día. A cada rato, el joven carabinero de espejuelos, que se había propuesto hacer bajas en el enemigo, llamaba la atención de algo y disparábamos. Uno recogió en nuestro parapeto más de trescientos casquillos, para utilizarlos de nuevo.
Al atardecer sonó el teléfono. Había sido instalado aquella noche y esta llamada era la inauguración de la línea hasta el parapeto. Ya, dentro de la chabola, estaba oscuro.
—¡Llama al teniente, tú, que suena el teléfono!
—¡Cómo! —dijo Ruiz, y todos nos quedamos callados—. ¿Pero está confirmado? ¡Muchachos! ¡Los mineros están combatiendo ya en Oviedo!…
Se olvidó la muerte de Lolita Máiquez. Uno dijo:
—¡Ya está vengada!
Y desde los parapetos comenzaron las voces a llamar a los fascistas para darles la noticia. Aún era temprano y no podía sacarse la cabeza sobre el muro, pero oyeron muy bien y contestaron que era mentira. La tarde, ya alegre, se llenó de espíritu. La Chata cogió una tabla y le puso la guerrera de un soldado y un casco, y lo asomó sobre el parapeto. Inmediatamente comenzó el fuego fascista. Detrás del parapeto, los milicianos se divertían, mientras las balas daban en el muñeco.
Y en nuestra chabola, los milicianos, recordando las vacilaciones de la revolución de octubre de 1934, comentaban:
—Y ahora, hay que destruir lo que sea, si los fascistas se refugian en ello.
—Y se destruye la catedral si hace falta. A hacer puñetas con el arte gótico y con el arte antiguo. ¿O es que acaso el arte moderno no es también arte y tan respetable como el antiguo? ¡Se hace otra catedral si hace falta, cojones!
Y cada vez que sonaba el teléfono, se hacía el silencio y brillaban más los cigarros anhelantes.
Madrid, 29-10-936
* Pablo Félix Alejandro Salvador de la Torriente Brau nació el 12 de diciembre de 1901 uan, Bandera de Puerto Rico Puerto Rico y murió combatiendo el 19 de diciembre de 1936 en Majadahonda, Madrid, España. Creció y vivió en Cuba.
Vea http://www.ecured.cu/index.php/Pablo_de_la_Torriente_Brau
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