“El Caballero de París” fue un caminante noble y conocido por todos los habaneros. Durante medio siglo, con dignidad de pobre y andar aristocrático, paseó por la ciudad acompañado de fantasías, leyendas y anécdotas que lo convirtieron en nuestro Quijote capitalino. No llevaba armadura, ni lanza para enderezar entuertos, sino un viejo traje negro en armonía con una raída capa que ondeaba al caminar y un bulto con sus cosas, entre ellas algunas tarjetas y lápices revestidos con hilos de diferentes colores que él mismo dibujaba o decoraba para darlos, con elegancia y solemnidad, a los que de alguna manera le favorecían. A falta de sus artesanías, devolvía las delicadezas con una flor que recogía de los jardines de algún parque.
Yo conocí también al “Caballero de París”. Fue en una mañana de noviembre de 1951 cuando realizaba un reportaje gráfico de la iglesia del Espíritu Santo, la más antigua de La Habana, situada en la esquina de las calles Acosta y Cuba. El cura del templo, el Padre Edmundo Díaz, me recibió en la sacristía y fue explicándome con amabilidad la historia de la iglesia, los detalles de su construcción y en los momentos que me mostraba la nave principal entró por el portón el “Caballero de París” quien durante su peregrinar acostumbraba descansar en uno de los últimos bancos. El sacerdote lo saludó como de costumbre, me presentó, le di la mano y le pedí permiso para retratarlo. Cuál no seria mi sorpresa cuando me dijo: -Sólo me retratan los Caballeros de mi Corte. El padre intercedió: -Es un joven de noble corazón que está empezando en el periodismo y te hará unas bonitas fotos. Nos miró sonriente, pidió que me inclinara y con la rama de una flor marchita que saco de la bolsa dio unos golpecitos en mis hombros diciendo: -Honrado jovencito, os nombro fotógrafo imperial, ¡Retratadme! Después de aquella sencilla y privilegiada formalidad en el gran salón del templo, le hice varias fotos de las cuales envié copias a la iglesia para el cura y para él. Unos días más tarde recibí una llamada del Padre Edmundo diciendo que El Caballero agradecía las fotos y me había dejado una flor fresca de recuerdo.
Cuatro meses después, el 10 de marzo de 1952, ocurrió el golpe militar de Fulgencio Batista. A la una de la madrugada del martes 11 de marzo, el derrocado presidente Carlos Prío se asiló sin gloria en la Embajada de México, situada en una señorial casona que había en la avenida de Línea y calle A, en el Vedado. Allí estuvimos unos treinta periodistas y reporteros gráficos durante tres días, sentados en la acera o dando vueltas, tratando de entrevistar y retratar a Prío. Durante esa larga y aburrida espera se comentaban los amargos acontecimientos de aquellas horas, pero también se hacían cuentos e historias. Yo, que entonces era el más joven de los fotorreporteros, escuchaba absorto los relatos de mis compañeros alardeando de las formidables fotografías que captaron en tal o cual suceso y de los “palos periodísticos” que se daban unos a otros. Hice buenas migas con Narciso Báez, hábil fotógrafo de Prensa Libre y ganador de varios premios. Como no tenia otra cosa de que vanagloriarme, se me ocurrió decirle que yo era nada menos que el “fotógrafo imperial del Caballero de París”. El se echó a reír porque también a él, lo había investido con aquella rara categoría real y me hizo varias anécdotas de la vida del popular caminante y de las numerosas fotografías que le había hecho, algunas de ellas publicadas en la primera plana del diario por el gran interés periodístico y humano que reflejaban.
Báez comenzó diciéndome que Antonio Prío, ministro de Hacienda y hermano del presidente Carlos Prío Socarras, era muy jocoso. Un día, a principios del mes de septiembre de 1949, vio al “Caballero de Paris” caminando por el Malecón y se le ocurrió dar una broma. Lo invitó a ir al Palacio, entraron por la puerta principal, subieron por la majestuosa escalera de mármol y lo sentó en uno de los bancos que adornan el Salón de los Espejos. Luego abrió la puerta del despacho presidencial y le preguntó a su hermano: – Carlos, ¿nadie te ha avisado que el embajador de Francia te está esperando desde hace rato? El Primer Mandatario miro a su desconcertado ayudante con mala cara por no estar al tanto y salió rápidamente a ver al diplomático que no era otro que el “Caballero de París”. El Presidente toleró la jarana de su hermano Antonio y atendió al personaje con cortesía. Conversó un rato con él, mandó traerle un entremés, dulces y café, y le dio un billete de cincuenta pesos que el andariego declinó. Carlos Prío sabía que no aceptaba limosnas pero lo convenció de que se trataba de un regalo por su amable visita. Para no ser menos, el caballero buscó en su bolsa y extrajo un sencillo lápiz que había revestido atando hilos de distintos colores y se lo dio al Presidente, correspondiendo así al obsequio del mandatario.
El caballero salió del Palacio contentísimo, ilusionado y quiso exteriorizar su alegría por aquel gesto presidencial. A la mañana siguiente, armado de un trozo de carbón, escribió en la estatua del Paseo de Carlos III, “Viva el rey Carlos Prío Primero, aliado del emperador del Universo”, y continuó rotulando cada espacio de esa avenida que le pareció apropiado con la frase de “Viva Carlos I”.
Un policía lo vio y le condujo preso a la estación, el oficial de guardia levantó un acta acusándolo de alterar el ornato público y lo envió al Castillo del Príncipe, simbólico aposento para un noble en aprietos, donde Báez lo retrató tras las rejas del calabozo. Su situación se agravó cuando el juez lo sancionó a ser recluido en el hospital de dementes de Mazorra. Todo esto hirió profundamente la sensibilidad popular y la prensa y la radio se hicieron eco de ello. Prensa Libre publicó la foto de Báez en la cabeza de la primera plana con una amplia información y un editorial de su director Sergio Carbó que tituló “En defensa del Caballero de París”. El indulto presidencial no se hizo esperar.
Pocas semanas después, continuó explicándome Báez, una señora se apiadó de él y lo llevó a su apartamento donde lo cuidó y atendió. El domingo 16 de octubre Báez los retrataba entrando en el Teatro Nacional para ver una película. Todo parecía indicar que el Caballero era feliz, pero en realidad se sentía como un pajarito en una jaula de oro. Y comenzó a salir por algunas horas, después desaparecía unos días. Una noche, después de una semana de ausencia, retornó al hogar, pero no encontró a su afectuosa Dulcinea. Había fallecido y los nuevos moradores lo echaron sin miramientos. Nadie le dijo donde estaba enterrada. En vano buscó su nombre entre las lápidas del cementerio y optó por dejar el ramo de flores que le llevaba en el panteón que más le llamó la atención. La cámara de Báez atrapó la escena.
Estábamos sentados en la acera, Narciso Báez hablaba y yo su único y atento auditorio. Los demás periodistas fumaban, leían, conversaban o daban vueltas. Alrededor de las seis de la tarde alguien grito: – ¡Miren quien viene por ahí! Era el “Caballero de París”. Se acercó a la posta que custodiaba la Embajada y de su inseparable bolsa sacó un arrugado retrato que Báez le había hecho hacia tiempo, lo entregó a un guardia a modo de tarjeta de visita y dijo: – Vengo a ver a Carlos, Rey depuesto, ¡Anunciadme! Todos lo rodeamos y los soldados llamaron a su jefe. Era un teniente que le explico al afamado caballero que el Dr. Prío estaba muy tenso y que en esos momentos estaba descansando, esperando el beneplácito del General Batista para salir del país. El caballero medito unos instantes, recogió la fotografía que había entregado al guardia y respondió: – Bien, bizarro general, iré a ver a Batista, nuevo canciller del reino, a pedirle clemencia. Y marchó por la calle Línea rumbo al Palacio.
José María López Lledín, así se llamaba el “Caballero de París”, nació el 30 de diciembre de 1899, desembarcó en La Habana el 10 de diciembre de 1913. En la década de 1940 surge su popularidad. Después de estas anécdotas y de las primeras planas de Báez, casi olvidadas, se han publicado cientos de entrevistas y relatos sobre la vida de nuestro popular caballero andante en diarios, revistas, libros y trasmisiones por la radio y la televisión contando sus orígenes, sus alegrías y tristezas, sus amoríos y desengaños. Casi todos los habaneros del pasado siglo lo vieron en algún momento mientras caminaba por las calles y muchos participantes de los desfiles del Primero Mayo lo recuerdan en algún elevado de la Avenida Paseo y Zapata saludándolos con una pequeña banderita cubana.
El ilustre andante murió el 11 de julio de 1985 a la edad de 86 años. Por iniciativa del Dr. Eusebio Leal, historiador de la ciudad, sus restos reposan en una cripta en el interior de la Basílica Menor del convento de San Francisco de Asís. A unos pasos de allí, en la acera, una estatua en bronce recuerda permanentemente su figura y su andar.
Fuentes:
.- Conversación con Narciso Báez, reportero grafico de Prensa Libre, el 11 de marzo de 1952.
.- Periódico Prensa Libre de los días 10, 19 y 22 de septiembre de 1949 y del 28 octubre del mismo año.
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