Mi abuela Emma, que se explica los fenómenos de la vida con argumentos de cristiana protestante, me lo viene advirtiendo desde que tengo uso de razón: estas plagas que diezman regiones enteras, estas lluvias de plomo que desangran el Medio Oriente, estas decapitaciones frente a las cámaras, estos aviones que caen del cielo como pájaros muertos son, sin dudas, síntomas del Apocalipsis.
Y me lo dice con una vehemencia inusitada, como si a fuerza de repetírmelo con más dramatismo pudiera librarme de lo que según ella se avecina: el rayo cegador que salvará al pueblo de Dios y dejará a los incrédulos sumidos en el desasosiego total. De niña, me aterrorizaba su descripción; ahora, francamente, me preocupa.
Debe ser verdad: el mundo se está acabando. De otra forma no se explicaría la desafortunada concatenación de los acontecimientos que, cada uno peor que el anterior, tienen a la humanidad como las…