Por Ciro Bianchi
Parece cosa de película, de esas historias que conmueven en las revistas del corazón. En los pasillos de una poderosa radioemisora habanera se topa Osvaldo Farrés con Finita del Peso. Es una simple visitante; una mujer muy joven, elegante y bonita que acompaña a su hermana, entonces una destacada actriz. Él avanza de prisa hacia una cabina de transmisión porque está a punto de salir al aire el programa con que cada semana acapara la atención de la audiencia. Va tenso, como siempre que debe trabajar en vivo, una tensión que desaparece de golpe en cuanto se instala ante los micrófonos y saluda al público invisible.
Pese a la tensión y la prisa, repara en aquella muchacha. Lo impresiona su distinción. Tiene que hacérselo saber. Se tira a fondo. «Esas piernas que luce, pregunta, ¿son suyas o se las prestó un ángel?».
Finita no espera un requiebro como ese, o tal vez lo espera, pero se turba, siente que se acalora, se queda sin palabras. Intercambian números telefónicos y en el transcurso de los días arreglan un encuentro y empiezan a verse en secreto. Pero la familia está sobre aviso y se opone a aquella relación. Farrés será todo lo famoso que se quiera, pero es muy mayor para Finita. Le lleva treinta años y, para colmo, ¡es divorciado!
No quiere ella oír razones y deja a la familia sin otra alternativa que la de sacarla de La Habana. La distancia es a veces en un buen remedio, pero no resultó en este caso. Busca la pareja la manera de seguir en contacto y un día ella recibe un telegrama en que el compositor le pide que ni un millón en joyas se pierda la siguiente audición de su programa. Sigue Finita la sugerencia y casi muere de la emoción cuando escucha al mexicano Pedro Vargas, El tenor de las Américas, que canta Toda una vida, la canción que Farrés acababa de componer para ella y que no demoraría en convertirse en himno para los enamorados y que los mantendría a ellos unidos más allá de la muerte del artista, en 1985.
Osvaldo Farrés es de los más importantes compositores cubanos, de los de obra más extensa y reconocida, tanto por la crítica como por el público. Una noche de frío y lluvia, en una calle londinense, alguien pasó a su lado silbando una pieza suya. Y más tarde, en Belén, un taxista israelí, enterado de quien era el viajero que llevaba a bordo, detuvo el vehículo y a dúo con un caminante desconocido, cantó otra de sus melodías.
En forma casi torrencial se sucedían sus éxitos, dice el musicólogo Cristóbal Díaz Ayala, cantándole al amor y a la mujer en una forma directa y sencilla que no es lo mismo que simple.
Corre el año de 1947 y la cantante mexicana Chela Campos pide al cubano que componga una canción para ella. Farrés se niega, vacila, no se siente suficientemente motivado. Pero la mexicana no se da por vencida. Insiste. «Vamos, Maestro, si con tres palabras se hace una canción», le dice, y Farrés acepta el reto. Compone la canción que Chela Campos le pide y la titula precisamente así: Tres palabras.
Ya para entonces Farrés había entrado en Hollywood por la puerta ancha cuando en 1940 su bolero Acércate más, que ya había ido un éxito en la voz de Toña la Negra, fue el tema de una película que interpretaron Esther Williams y Van Johnson.
Tres palabras apareció en una cinta de Walt Disney. Quizás, quizás, quizás la cantó Sarita Montiel en la película Bésame. En verdad, la Montiel interpretó varias canciones de Farrés en seis de los filmes que protagonizó. Nat King Cole dejó también su versión de Quizás. No me vayas a engañar fue uno de los grandes éxitos de Antonio Machín. Obras de Osvaldo Farrés se utilizaron también en películas argentinas y mexicanas. En el mar, cantado por el intérprete Carlos Argentino con el respaldo de la Sonora Matancera, se incluyó en la cinta mexicana Sube y Baja, en la se destaca la labor del genial Mario Moreno, Cantinflas.
Otra pieza suya, emblemática, es Madrecita, compuesta en 1954. Si Toda una vida fue, como ya dijimos, el himno de los enamorados, Madrecita se cantaba hasta la fatiga en el Día de las Madres. Farrés la compuso en homenaje a la suya. Pero la buena señora nunca pudo oírla porque era sorda como una tapia. Otras piezas suyas son Te lo diré cantando, Piensa bien lo que me dices, Acaríciame, Déjate querer, Para que sufras…
En realidad, Osvaldo Farrés no leía música ni tocaba instrumento alguno. No podía llevar sus inspiraciones al papel pautado. Música y versos le brotaban al mismo tiempo y los memorizaba —con los años, con la ayuda de Finita— hasta que alguien llevaba la melodía al papel pautado. No faltó, así, quien dudara de la paternidad de sus obras. Pero los entendidos descartan ese argumento en virtud de la homogeneidad y coherencia que resultan bien evidentes en su quehacer, sobre todo en sus piezas mayores.
Nacido en la ciudad de Quemado de Güines, en el centro de la Isla, en 1902, Farrés era un magnífico dibujante y un publicista aventajado cuando descubrió que tenía el don de componer bellas y pegajosas melodías.
Halló esa veta por casualidad. En 1937 preparaba con cinco muchachas, en un estudio de CMQ Radio, una promoción de la cerveza Polar cuando un locutor comentó: «Ahí está Farrés con sus cinco hijas…» En el acto, Farrés se comprometió a escribir una guaracha con ese título. Al cabo, no serían cinco hijas, sino cinco hijos: Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José que no tardarían en ser conocidos en toda Cuba luego de que Miguelito Valdés montara la pieza con la orquesta Casino de la Playa.
«Jamás pensé en convertirme en un compositor. Ni la canción ni la música entraban en mis planes, y mucho menos imaginé que llegaría a vivir de ellas», dijo en una ocasión. Y logró hacerlo sin embargo pues no demoraría en convertirse en el compositor de moda en Cuba, un hombre capaz de trocar en éxito cuanto escribía.
Precisa Díaz Ayala que a fines de los años 30 y comienzos de la década de los 40 del siglo pasado, se hacía sentir un vacío en la música romántica cubana. Claro que existía un Lecuona, pero por las dificultades de su música no todo el mundo podía cantarlo o tocarlo. Se requería además de una música que el ama de casa, el operario, el artesano pudieran tararear mientras hacían sus tareas y tampoco la había. Esa carencia de música romántica la iban llenando Agustín Lara y otros compositores mexicanos, como Gonzalo Curiel y Abel Domínguez. Es Osvaldo Farrés quien inicia la redención de la canción romántica, aunque su primer triunfo fuera aquel Mis cinco hijos, que es una guajira, un género con el que es difícil triunfar en cualquier época.
Escribió en 1948 la música que calzó la campaña electoral de Carlos Prío Socarrás. Cuando el ya presidente electo quiso recompensarlo, Farrés le dijo que había compuesto aquello para el amigo, no para el político.
Fue el único compositor cubano que se permitió instalar una editora en pleno estado de Nueva York, bajo el nombre de Osvaldo Farrés Music Corporation (1949), y que atendía asimismo la representación de sus intereses en ese país.
Otro acierto de Farrés fue su programa El bar melódico, que comenzó en la radio y fue a parar luego a la TV. En un medio y otro, se mantuvo en el aire, de manera ininterrumpida, durante largos años. Su formato e intención fue copiado en otros países. Por El bar melódico de Osvaldo Farrés pasó lo mejor que vino a Cuba y también nuestros mejores intérpretes y cuanto talento surgía en la Isla, jóvenes valores que gracias a aquel espaldarazo no demorarían en consagrarse.
Murió en New Jersey mientras disfrutaba de un programa de televisión.
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