Por Mayli Estévez
Empezó escribiendo garabatos con crayola en la pared, y por más que ello le consiguiera un castigo, nunca se privó de intentarlo. Dibujó nubes, soles y personas mayores muy simples. Una redondez como cabeza y cinco rayas cuidadosamente organizadas para diseñar el cuerpo humano. Sus personas mayores eran del tamaño de la casa, no sé si porque no sabía de proporciones o porque los veía así, gigantes.
Cuando llegaban los horarios pactados para la comida, era preciso convocar al Circo del Sol para que probara bocado. Todos lo entusiasmaban, lo entretenían, hacían malabares con tal de que se tragara el arroz, pero aquello era imposible. Le era más atractivo la mancha en la pared o la lagartija del estante de libros que el consabido jueguito del avioncito. Nunca se creyó esa historia.
Al menos dormía, y lo hacía con un gusto envidiable. Era todo un desorden encima del pañal. Dabas tres vueltas y estaba en una posición diferente; era un niño rompecabezas o un cuadro de Picasso lo que veías dentro de la cuna. De vez en cuando balbuceaba alguna idea, comentaba algún sueño con los ojos cerrados y volvía a hacer silencio. El sobresalto de los mayores volvía al punto inicial. Porque la rutina diaria volvería a pasar. Nuevamente las crayolas, la pared y la negativa a probar bocado.
El día que empezó a hablar fue una locura. No digo ese día, los que vinieron después con las interrogantes y el dichoso ¿por qué? Era indiscreto —acaso todos lo son— y les hacía pasar vergüenza a muchos con preguntas que siempre creyó oportunas. Mala la jornada en que nadie acudía a sus inquietudes.
Todavía habla como un cao. Cada hora más. Las crayolas en la pared son menos y los trazos en el papel se han vuelto perfectos. Todavía escribe felicidades con doble ‘s’ y sus palabras todas van unidas. Será porque aprendió de su familia a estar juntos y no quiera separar felicidades de nene, ni papá de mamá. Será eso, que es un niño común que prueba la plastilina cual especialista culinario y quiere mojarse en el aguacero. Es un niño de esos, sí, extrañamente feliz con su mucho de la nada. Lo mucho que las personas mayores siguen sin ver. Esa es la fortuna de juntar colores y llorar amigos imaginarios. Algo mágico e irrepetible que tiene por nombre niñez.
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