Por Carlos Alejandro Rodríguez Martínez
Fotos: Carolina Vilches Monzón y Pedro Manuel González Reinoso
Es posible que no haya otra pintora en el mundo como Esperanza Conde Rodríguez, Pía. Esta artista extraordinaria ha creado un universo misterioso cuyo conocimiento le fue concedido, nunca sabe lo que pintará hasta que no lo hace, en sus cuadros deja salir a una pléyade de criaturas que la obsesionan hasta que cobran vida, no tiene explicación para ninguna de sus pinturas, no sabe, no entiende, no titula sus cuadros, pinta en papel, en cartulina, en sábanas, en trapos, en las paredes. Recientemente quemó toda su obra, porque era tanta que molestaba. ¿Qué sentiste al quemar tus cuadros?, le pregunté ingenuamente. Nada, me entretuve viendo las llamas de colores, espetó.
La conocimos gracias a la revista Umbral, después que la radio y la televisión locales de Caibarién dieran noticia sobre ella. Había algo inexplicable en las imágenes que la revista reprodujo. Pía aseguraba que era una mujer bruta, sin instrucción, que había comenzado a pintar un día por casualidad. Y nosotros no entendíamos cómo había creado pinturas tan conceptuales, tan sugestivas, tan rítmicas… Intuición. Al conversar con ella comprobamos que era una de las artistas más ingenuas que puedan existir. Lo sabe todo por intuición, aunque ella misma diga no saber nada. Siente, padece y expresa la verdad —su verdad— mediante cuadros que son un grito.
«Cuando pinto me voy metiendo en otro mundo, veo una cosa por aquí y otra por allá, y me voy calmando», nos aseguró sentada a ras del suelo.
Pía no es exactamente naif (ingenua) ni primitivista. Más que eso: es una artista marginal, o brut, según el término francés acuñado por el pintor y escultor Jean Dubuffet. Cuando crea sus obras al margen de la cultura oficial, allá, en su casa de Dolores (Caibarién), está haciendo el más genuino art brut. Nunca ha recibido ni podría recibir formación académica; cuando pinta, con cualquier material, en cualquier soporte, libera su psiquis: «Yo sí tengo que pintar; eso no está en una, hijo… Si no pinto me vuelvo loca».
Parece que sus pinturas fluyen de una fuente inagotable. Aunque en cinco décadas solo ha conocido el campo, no le interesó pintar el paisaje ni otra cosa a su alrededor. Hace pocos años, cuando tomó en sus manos por primera vez mechones de pelo, algodón y pigmentos de colores, comenzó a trazar un mundo del que solo ella misma podría dar fe. En sus cuadros emergen seres humanos y animales que se complementan mutuamente sin ningún privilegio. Hombres y mujeres, niños o ancianos, se funden entre sí y se unen a ciertas especies de la fauna y a algunos elementos decorativos que a veces resultan indescifrables si no abstractos. Las formas son bastante elementales: trazos gruesos, colores sucios, horror vacui. Con tonos vivos, casi siempre opuestos en la gama cromática, la artista —y usamos el término en contra de su voluntad— va concibiendo escenas humanas sobrecogedoras, expresionistas a veces.
Hay un cuadro particular (sin título, como todos) que resulta ya una síntesis del estilo y la densidad plástica de Pía: los humanos y los animales, unidos, incompletos o completados entre sí, suben a un ritmo ascendente de abajo arriba, de izquierda a derecha, impelidos por alguna fuerza terrible, desconocida. En esta obra todos se sostienen con desesperación, a veces con firmeza, a veces triste o enigmáticamente. Y esa angustia insoportable Pía la habrá tomado de su imaginación o de sus «visiones» para revivirla en cada espectador de su obra.
Casi siempre los seres humanos (configurados con un estilo muy personal común a todos) son el centro de la obra pictórica de Pía: «Yo veo cabecitas que me dicen “¡quiero salir!, ¡quiero salir!”, y las pinto». Junto a ellos, cocodrilos, rinocerontes, osos, ballenas heridas y aves (sobre todo las aves), que Pía apenas ha visto en fotos o imágenes de televisión, van completando sugestivamente cada cuadro. A veces se levantan manos en gesto de caridad, y el zapato de uno es la nariz del otro, y el ojo de una es el mismo ojo de un pájaro. Y otras veces, seres expresionistas acechan detrás de las escenas principales. Esto es solo un fragmento del universo pictórico de Pía.
La artista que se niega a llamarse artista dice que apenas comprende nuestras apreciaciones sobre su obra. Ella solo pinta y no sabe (por)qué pinta. En realidad, solo entiende que sus cuadros la salvan de la locura. Ese impulso arrollador, esa incontenible necesidad de creación —inexplicada para ella— la convierten en una de las artistas populares más genuinas que se hayan descubierto en los últimos tiempos en Villa Clara, y la ubicarían en la primera línea de aquellos dibujantes y pintores populares que Samuel Feijóo agrupó y guió a partir de la década de los 60 del pasado siglo en la región central de Cuba.
Inconsciente de eso, Esperanza Conde Rodríguez, Pía en toda la región de Dolores y en su propio universo plástico, continúa todos los días su rutina común. Por las mañanas va al campo y guataquea y siembra hasta cumplir el trabajo. Después pinta inconteniblemente, aunque siempre prefiere las noches, cuando la luz tenue que llega desde otra habitación distorsiona todas las imágenes que ella va creando. Pintó las paredes de las casas en las que vivió antes, pero ahora su familia se opone a que coloree los nuevos muros de mampostería, blancos y lisos. Pero ella lo hará. Solo es cuestión de tiempo.
Soy familia de Esperanza Conde Rodríguez yo creo que les están robando sus pinturas porque no la ponen al tanto de lo que le están ocurriendo a sus pinturas espero que le den más avisos del camino que cojan sus pinturas porque todos sabemos que si sus pinturas son únicas es para que viva muy bien de ellas o que le paguen algo por ser una de las únicas en el mundo espero que se cumpla algo de lo que pido o sino me voy a sentir en la obligación de ir a La Habana con ella para que ella vea lo que le están haciendo por sus propios ojos que tengan buen día.
Le envié su comentario a autor del trabajo. Gracias por su información. Saludos cordiales
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