Mi abuela materna era de orígenes rusos…
tenía el pelo tan blanco,
pero tan blanco,
que se parecía a mi Cordillera de los Andes nevada eternamente…
Mi abuela materna tenía los cabellos
tan suaves, tan suaves,
que se parecían a un copo de algodón fresco y… blanco.
Mi abuela materna estaba aquejada de una enfermedad incurable…
era una rara enfermedad… esa la que tenía mi abuela materna.
La denominaban a dicha enfermedad la ternura, la belleza plena
y la dulzura en persona.
Mi abuela materna tenía en su casa
de allá en la Gran Avenida,
en mi país perdido,
ella tenía un samovar ruso
siempre encendido.
Cada domingo que partíamos a visitarla
ella nos esperaba con el samovar encendido,
el carbón ardía pacientemente.
Ella se colocaba un terrón de azúcar entre los labios
para endulzar ese té amargo que fue su existir.
Ella se colocaba un ciruelo o un guindo
o tal vez un cerezo en flor entre los labios,
bisino le llaman por estos parajes extraños,
para hacer de ese té amargo una ambrosía del existir.
Mi abuela materna era tan hermosa y blanca
que parecía un corcel blanco desbocado.
Mi abuela materna muere muy joven…
ella muere en esos hospitales públicos y malditos
de la Gran Avenida del barrio San Miguel
de mi pobre y castigado país lejano.
Ahora yo mantengo en el centro de mi vida
un samovar ruso siempre encendido…
en recuerdo de ella.
ATENAS, GRECIA, 29-12-2015
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