[A Don Ramón Palomares, In memoriam]
DAVID CORTÉS CABÁN [mediaisla] Maestro, al despedirme, hoy quiero hacer míos aquellos versos de la carta que escribiera Rubén Darío a Don Juan Valera: “Señor, permitid que junto a una de las encinas de vuestro huerto, / extienda mi enredadera de campánuelas”.
Pero tu brillo y mi esplendor se alejan
Qué haremos para olvidar el olvido
Dónde mataremos la muerte?
R.P. Qué haremos para olvidar el olvido…
Posiblemente sea yo el menos indicado para hablar aquí de la persona humana de Don Ramón Palomares, ese magnífico poeta cuya obra es ya ampliamente conocida por cientos de lectores, y de tantos escritores y amigos que lo amaron y trataron personalmente. Hablaré aquí desde mi experiencia personal de Ramón Palomares, del poeta que yo conocí una tarde de otoño de 1997, en mi casa del Bronx, Nueva York, y con quien compartí una amistad que continuó inalteradamente hasta su reciente desaparición física. En esta época había yo tenido la suerte de leer algunos poemas suyos aparecidos en la revista Poesía, del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo, en Valencia, que dirigían en la década del ’90 los poetas Adhely Rivero y Carlos Osorio Granado, y que recibíamos en intercambio por la revista Tercer Milenio que creábamos en el Bronx los poetas y críticos puertorriqueños Pedro López Adorno, Juan Manuel Rivera y mi persona. Fue en la revista Poesía que encontré los poemas de Ramón Palomares e inmediatamente me llamaron la atención por la naturalidad del estilo, por la grata expresión poética y serenidad del paisaje, y por la emoción y vitalidad de un lenguaje armonioso que se convirtió, en aquel momento inicial de mi lectura, en un hallazgo.
La tarde del recordado otoño de 1997, el poeta venía acompañado de su hija María Polimnia (Poli, como cariñosamente la conocemos) y del amigo venezolano William Camacaro, que era en aquella ocasión su guía y quien conduciría a ambos invitados a mi casa. Recuerdo que para darles la bienvenida también habíamos convidado a dos distinguidos escritores dominicanos, Alexis Gómez Rosa y a Miguel Aníbal Perdomo y, de la diáspora puertorriqueña, a los poetas Pedro López Adorno y Carmen Valle y su esposo, el pintor ecuatoriano Hamlet Zurita. Recuerdo que conversamos de temas que giraban en torno a las distintas situaciones políticas y culturales de nuestros países. Estuvimos compartiendo hasta que ya entrada la noche fui a una de las habitaciones de la casa y extraje, de uno de los estantes de la biblioteca, un ejemplar de la revista Poesía donde aparecían algunas de sus composiciones, entre ellas el poema, “Un gavilán”, que aparece en Paisano (1964). Le pedí al poeta que lo leyera, y el tono de su voz comenzó a dar vida al lenguaje, revelando el asombroso mundo de su gran poesía:
Se paró el gavilán y se quedó pegado en las nubes
y ya no pudo dar más vueltas
y le dijeron:
Ya no podés hacer más hilo, ya no vas a poder tejer el cielo,
entonces todas las flores que estaban se pusieron tristes
y comenzaron a secarse
y entraron caminando en una cueva
y se veía una fila de gladiolas que iban rezando
y cuatro coronas de orquídeas y rosas
y así se estaba quieto el gavilán allá arriba
viendo que las montañas se habían puesto negras
y que los ríos parecían urnas;
cuando llegó un gran viento y dijo a resoplar
y estremecía los árboles como si fueran ropa colgada
y bajaron todas las estrellas y se pusieron a hablar
y salieron volando las nubes y dando vueltas
brincando por las colinas
y las praderas estaban muy contentas y les brillaban los dientes de risa.
Entonces se desató el gavilán y se sentó en una silla a beber
y se emborrachó y dijo a cantar
y nombró a todos los que habían venido para ayudarlo
y le parecían las alas como lunas
y los ojos que tenía era el sol que se le había metido en la cabeza
y a él se le llamaba el gran tejedor
porque anudó todo lo que había y puso en el cielo un barco
que va nadando, nadando
enseñando todos los sueños.
Su lectura dejó en mí un profundo sentido de admiración y un inquietante deseo de conocer su obra. Desde esa noche ya el hombre Ramón Palomares no sería el poeta lejano que me hablaba desde el fondo de sus versos. Ahora el poeta estaba en mi casa, sentado frente a mí, mi esposa Gloria y mis amigos, compartiendo jubiloso, revestido de esa fuerza invisible que poseen los elegidos de la inmortal poesía. Transcurrió fugazmente el tiempo. Los poetas se marcharon. Y Palomares se despidió bajo un imponente cielo de tímidas estrellas. Había compartido sólo unas horas con nosotros y se diría que nunca se marchó, que siempre su presencia se ha mantenido aquí como el esplendor inconfundible de sus versos. Ya Ramón Palomares no sería para mí un poeta extraño, como esos grandes autores que uno lee pero su persona queda fuera de la realidad del lector. Presentía que lo volvería a ver y cuando regresara a Nueva York, el poeta tendría en mi familia y mi casa, un hogar. Un segundo hogar para el caminante que baja de los Andes trayendo el amado paisaje de su tierra en la mirada. Pero en sus viajes a esta ciudad siempre elegía quedarse en el apartamento de su hija Poli, en Manhattan. Allí nos encontrábamos para luego echarnos a caminar; visitar los museos o el Jardín Botánico del Bronx, o la casa de Edgar Allan Poe en la Avenida Grand Concourse, o el parquecito donde ignorado a los ojos de los transeúntes se encuentra el busto olvidado del romántico Heinrich Heine.
Fue en el verano del 2001 que recibí la sorpresiva llamada del crítico Víctor Bravo invitándome a la Bienal de Literatura Mario Picón Salas, que se celebraba el mes de junio en Mérida, y en cuyo marco celebratorio se le otorgarían a los poetas Ramón Palomares, Juan Sánchez Peláez y Rafael Cadenas el Doctorado Honoris Causa. Grata sorpresa para mí pues trajo nuevamente la imagen de Palomares en el tiempo, y pensé en aquel reencuentro como un océano que me llevaría flotando hacia su Mérida querida para depositarme frente a la cálida expresión de su amistad. Fue, pienso, su palabra mediadora la que hizo posible mi viaje. Esa primera visita a Venezuela me acercó más a su persona y al recogimiento espiritual de su mundo interior. Y a los escritores que compartieron aquellos inolvidables días tan llenos de plenitud poética: Eugenio Montejo, Enrique Hernández-D’Jesús, Stefania Mosca, Víctor Bravo, Luis Alberto Ángulo, Alberto Rodríguez Carucci, Adhely Rivero, Ali Pérez y otros que también ofrecieron su palabra y su amistad a mi persona y cuyos nombres se escapan ahora a la memoria. En mis próximos viajes iría yo recogiendo una imagen más profunda de los poetas mayores y de las nuevas voces que hoy día vibran simultáneamente, afirmando con luz propia la calidad y belleza de la poesía venezolana. A mi regreso a Nueva York seguí en contacto con el poeta a través de llamadas telefónicas. En mi ausencia, a veces su voz quedaba grabada en la máquina contestadora. Esas palabras que yo que nunca he querido borrar, mantenidas allí como un recuerdo amoroso del poeta. Por eso aún lo veo en mi memoria tal como fue. Un hombre libre de vanidades, insistente en la amabilidad y el respeto al prójimo. Libre en la libertad que da la fe en el anhelo de una sociedad más equitativa. Sin soberbias de grandezas que nunca necesitó. Traspasado por la luz que da la poesía, lo observé caminar por el Jardín Botánico del Bronx como si la humilde presencia de un árbol le revelara el reino deslumbrante que él mismo cantó en Alegres provincias (1988).
El verano del 2004 estaba el poeta de visita otra vez en Nueva York. Y fui a verlo para saludarlo y salir a caminar por la ciudad. Llevaba conmigo los poemas que más tarde formarían la antología Ritual de pájaros (2004). No recuerdo exactamente el día, pero nos dirigimos al Museo de Historia Natural y allí pasamos un largo tiempo. Pero fue en la Cafetería del Museo donde estuvimos el resto del día repasando mis textos. Una experiencia extraordinaria porque allí el poeta Palomares leyó mis textos y me hizo acertados comentarios. No sólo me ofreció su tiempo, y escribió la hermosa nota que aparece en mi libro junto a la del poeta Eugenio Montejo, sino que además influyó en la publicación del mismo con el escritor Víctor Bravo, propietario de la editorial, El otro el mismo.
Pero Don Ramón Palomares viajó varias veces a Nueva York, siempre llevado por el entusiasmo juvenil de caminar por la cuidad, de visitar museos y recorrer los lugares que ya había caminado en reflexiva libertad, como evocando la luz que sostiene la belleza del mundo. En esa belleza fluía la pasión que lo habitaba como el éxtasis del alma al influjo insondable de las cosas. Vivió siempre al descubierto de sí mismo, tal como fue, sin pretensiones, sin buscar reconocimientos que no necesitaba pues su obra poética nunca los necesitó, ni los necesita. Tenía la virtud de escuchar el susurro de la naturaleza y el generoso cántico de la avecilla oculta entre las ramas. Por eso, su conciencia de la vida nunca lo engañó, su ser estaba ligado al paisaje y a la presencia de las cosas más humildes. Fue lo que nombró, y la visión del paisaje por él poseído brilló con inalterable esplendor en sus palabras. Los que lo conocieron mejor que yo, pueden ofrecer una memoria más completa de la hondura humana de su persona. Sé que Don Ramón Palomares tuvo muchísimos y más cercanos amigos, y no quiero atribuirme palabras que no me correspondan al hablar de muestra amistad. Pero grande fue para mí la fortuna de conocerlo, de disfrutar de su voz y su presencia. Conocí el profundo sentido de su amistad y me parecía que aquel verso de Antonio Machado (“soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”) había sido, de algún modo, escrito también para Palomares, el poeta que por un momento nos ha dejado. Pero su obra poética ha quedado como un regalo para la posteridad, para que las nuevas generaciones puedan mirarse en un espejo que reconcilia sus vidas con el esplendor del mundo. Por eso, maestro, al despedirme, hoy quiero hacer míos aquellos versos de la carta que escribiera Rubén Darío a Don Juan Valera: “Señor, permitid que junto a una de las encinas de vuestro huerto, / extienda mi enredadera de campánuelas”.
Elegía a Ramón Palomares
El viento susurra unas palabras
nada se mueve
el alma se asoma y retoma el viaje
el silencio de la noche
abre un espacio luminoso
una avecilla se posa en tu pecho
desgarra su canto para que la habites
el viento toca tu cuerpo
tus ojos cerrados persiguen una mariposa
te dejas llevar entre las flores y los pájaros
las Alegres provincias se arrodillan
mientras el ángel te toma de la mano
vas por un bosque infinito
los ríos de tu niñez se detienen a tu paso
el gavilán que cantó en tus versos
deposita una rosa sobre el cristal
lo que tenía que llegar ha llegado
tu voz se llena de silencios
la noche pasa como un barco invisible
mi boca quiere decir algo
pero tu imagen gira otra vez
y se lleva tu pueblo volando
Escuque es tan pequeño que cabe
en el ojo de un pájaro
lo más próximo también se aleja
¿Existe algún camino para el regreso?
Nada puede contener lo que ocurrió
mi corazón se esfuma con el paisaje que amaste
por un instante pensé que regresabas de un sueño
que todo estaría en el mismo lugar.
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DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Ha publicado: Poemas y otros silencios (1981), Al final de las palabras (1985), Una hora antes (1991), El Libro de los regresos (1999), Ritual de pájaros: Antología Personal 2002 (2004).
Tomado de mediaisla
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