
Por Rubén Darío
El fúnebre cortejo de Wagner, exigiría los truenos solemnes del Tannhauser; para acompañar a su sepulcro a un dulce poetas bucólico, irían, como en los bajorrelieves, flautistas que hiciesen lamentarse a sus melodiosas dobles flautas; para los instantes en que se quemase el cuerpo de Melesígenes, vibrantes coros de liras; para acompañar -¡oh!, permitid que diga su nombre delante de la gran Sombra épica; de todos modos, malignas sonrisas que padáis aparecer, ¡ya está muerto!-, para acompañar el entierro de José Martí, necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro, sus cuerdas quejosas, sus oboes sollozantes, sus flautas, sus tímpanos, sus liras, sus sistros. ¡Sí, americanos, hay que decir quien fue aquel grande que ha caído! Quien escribe estas líneas, que salen atropelladas de corazón y cerebro, no es de los que creen en las riquezas existentes de América…Somos muy pobres…Tan pobres, que nuestros espíritus, no viniese alimento extranjero, se moriría de hambre. ¡Debemos llorar mucho por esto al que ha caído! Quién murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres, era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre los enormes volúmenes de la colección de La Nación, tanto de su metal fino y piedras preciosas, que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejor tintas, caprichos y bizarrías. (más…)
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