“Es una ciudad que te arropa, te protege; no es como otras, en las que el edificio aplasta al individuo”.
Antes de que sus callejuelas empedradas se abrieran sin pudor a medio mundo; antes, incluso, de que los primeros forasteros descarriados comenzaran a llegar, mochila al hombro, la ciudad de Trinidad era una suerte de isla dentro de la isla: sin más vías de comunicación que las marítimas hasta 1919, cuando se habilitó, tardíamente, el servicio público por ferrocarril, y hasta la década de 1950, cuando se inauguraron las carreteras que la conectarían con Cienfuegos y Sancti Spíritus, la tercera villa se mantenía aletargada a un costado de Cuba.
Con la fisonomía del siglo XIX prácticamente inalterada, la comarca ha ejercido durante décadas un embrujo que, al decir de la escritora folclorista Lydia Cabrera, se debe, más que al interés arqueológico de sus construcciones, “a la persistencia del pasado, que allí vive intensa, humanamente, no en una sola barriada, rezagado en una calleja de bello nombre —Media Luna, Lirio Blanco…
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