Por Xavier Carbonell
El café nostalgia
Una lluvia caliente y vaporosa inunda hoy las calles de Santa Clara. La veo tras los cristales de esta guagua que, invariablemente, desbroza el camino de la Universidad hasta Buenviaje. Cuando salga de aquí, dada mi particular fobia a los paraguas, el diluvio va a apuñalarme los pulmones con un asma fría, como los huesos de esta ciudad mojada.
Para salvarme, debo asaltar el café nostalgia de Mariano, el compilador de cosas viejas. Si no puedo tomar ninguna infusión, por lo menos voy a admirar su pequeño museo. Mariano es un coleccionista español que vive en Cuba. Las piezas que ha conseguido le sirven para ambientar este café habitado por máquinas de escribir, rebeldes barbudos, billetes anticuados y el fantasma siempre inquieto de Ernest Hemingway.
Con un rugido metálico, la guagua abre sus puertas y me libera cerca del Puente de la Cruz. Trato de secarme lo mejor que puedo al entrar al café, donde trabaja una amiga. Soy un perro adolorido y húmedo que entra a una isla sin tiempo.
O mejor dicho, con un tiempo inventado y por lo menos remoto.
En la mitología de todos los escritores hay un lugar así: mesas arcaicas con olor a té, un murmullo tibio que rompe el silencio, y una mujer hermosa que llena las tazas de un líquido negro y humeante. Me hubiese gustado trazar en cualquier mapa el punto de la ciudad donde convergen los bohemios y los desencantados. Pero, hasta ahora, ese café de libros viejos solo existe en las rutas de la memoria y el sueño.
Mientras algún extranjero ordena su café, mi amiga me complace con una canción de Glenn Miller, reproducida en una flamante y restaurada rocola. Después de presionar las teclas correctas, el aparato pone a trabajar sus mecanismos. El sonido de las trompetas y los saxofones, distorsionados por el tiempo y por esa resonancia peculiar que tiene la música de la guerra, me hace lamentar la ausencia de un verdadero café literario en Santa Clara.
Pero no me dejo perturbar por la realidad salvaje, carnívora, de nuestras carreteras. Ni siquiera por la imposibilidad de tomarme un café junto a Papa y sus amigos. Moonlight Serenade transmuta el subdesarrollo en una música neblinosa y dulce, que no me deja pensar más que en islas, sueños, mujeres tristes, farolas, columpios y fragmentos borrados de la memoria sentimental.
Estoy en Santa Clara, una ciudad fabular y extraña, donde todos parecen ir —como yo— en busca de un libro. Quiero cartografiar las rutas literarias de esta ciudad de papel. Un mapa para colegas bibliófilos y estudiantes pobres. Si perfilo bien esas coordenadas, en las arterias ocultas de la ciudad volverán a caminar estos personajes: sujetos grises y distraídos, de manos tibias, que acarician con devoción un ejemplar perdido y largamente esperado.
Libreros, anticuarios y cartógrafos
A una cuadra del parque de Remedios —la villa que peleó contra los demonios—, comienzan a delinearse los contornos de una pequeña tienda de antigüedades. Ahora que una masa lechosa de turistas se esparce por la ciudad —y si los dioses le son propicios— el vendedor, un mulato demasiado despierto, se convertirá en un contacto valioso para libreros y coleccionistas de todo el mundo.
Victrolas de General Electric, antiguas placas de calles, maletines, postales, sellos, ventiladores, bombillos, esqueletos de recuerdos, fotografías nebulosas y libros, muchos libros. Los cubanos, expertos en arqueología, sabemos desempolvar lo que nos es tristemente cotidiano: nuestras cosas viejas, para venderlas y transmutarlas en oro. (Anticuarios de todos los países, uníos, como dicen Lenin y McCartney —¿o eran los hermanos Marx?).
Afortunadamente, una de las patentes de corso acuñadas en Cuba es la de vendedor de libros de uso. Títulos usados, fusilados o escurridos pacientemente desde bibliotecas moribundas llenan las estanterías que tientan el paladar de los caminantes. El curioso olfato del librovejero pone en los lugares privilegiados el omnipresente Diario del Che en Bolivia y manuales de santería. Con ellos, cualquierpuesto callejero se transforma en verdadera delicatessen para cuanto turista melancólico aterriza en el Parque Vidal.
El bibliófilo cubano —culto y pobre sin vocación— todavía conserva alguna esperanza. A veces puede presenciar la resurrección momentánea de la primera edición de Paradiso, de 1967, con cubierta de Fayad Jamís, que desaparece al día siguiente tras algún best-seller pobremente escrito por Dan Brown. Los verdaderos tesoros, los libros cuyo catálogo es oral y en voz baja, siguen circulando por recomendaciones y códigos secretos. Mientras tanto, comento con mi profesor de literatura que El Monte, de Lydia Cabrera, robado por lectores devotos, se vende en la esquina de Buenviaje por un precio que hiela la sangre.
—No te deprimas —me responde—. La verdad es que Lydia vale mucho más.
Tiene razón, pero no puedo dibujar la cartografía libresca de Santa Clara con estos presagios. El bibliófilo, como cualquier pirata, tiene el deber sagrado de robar a los corsarios y olvidarse de sus muchas pobrezas. En definitiva, el libro se merece el sacrificio de todas las dignidades.
Coordenadas librescas de la ciudad
Febrero. El Parque Vidal es un hormiguero de personas que mercadean libros. Todas las librerías oficiosas y oficiales rivalizan para ofrecer los manjares más suculentos de la Feria. Aquí funciona también la doble lógica del libro cubano: mercado para el turista, de especialidades y rarezas caras; mercado nacional, regulado según los distintos niveles económicos.
Santa Clara es una ciudad especialmente atractiva para cualquier bibliófilo. Aldea letrada, escuela de poetas o urbe universitaria, aquí —también en Remedios o Sagua— se descubren todavía rarezas bibliográficas que asustarían al anticuario más avisado. Las tres colecciones más importantes pertenecen a la Universidad Central, a la Biblioteca Provincial «Martí» y a la Biblioteca Diocesana «Manuel García Garófalo».
La Universidad Central, aislada geográficamente de la ciudad, posee la colección del célebre bibliófilo Francisco de Paula Coronado, y, dentro de ella, las joyas librescas más valiosas y desconocidas de la provincia. La Biblioteca Provincial «Martí», en franca decadencia, está ubicada en el corazón mismo de la ciudad: el precario tratamiento de los fondos acelera el desgaste de una información preciosa para los investigadores.
Por otra parte, la Biblioteca Diocesana, con poco más de diez años de fundada, atesora un patrimonio bibliográfico cada vez mayor y supone una referencia obligada para quien busca materiales actualizados en cualquier campo.
La digitalización de materiales y la conservación de fondos raros y valiosos es ahora la mayor urgencia de estas bibliotecas. En el punto más alto de la «Torre» universitaria, la Colección Coronado exige una inversión seria que permita la edición y conservación —por ejemplo— del inmenso acervo de teatro bufo recopilado cuidadosamente por su dueño. Asimismo, la Colección necesita desesperadamente un catálogo riguroso que facilite el acceso de los investigadores a lo que es, sin duda, el futuro de la Universidad en el mundo científico-literario.
Las librerías «oficiales» —«Pepe Medina», en el parque, y «Vietnam», en el Boulevard— no son malas en lo que a producción nacional se refiere. Las rarezas las conservan en los estantes de libros por consignación, pequeñas neveras cuyos precios son más escalofriantes que los particulares. Una mención especial la merece el pequeño puesto de la terminal de ómnibus, a veces organizado y al día.
El gran defecto de las librerías es el caos en la organización de libros, la falta de estrategias de venta y la incultura del personal, que no sabe distinguir entre Ítalo Calvino y Ernesto Peña.
Entre las librerías particulares, La piedra lunar, desgraciadamente alejada del centro urbano, es también un prometedor centro cultural, donde los escritores Lorenzo Lunar y Rebeca Murga recorren novedosos caminos editoriales y bibliográficos. Otra librería, El Eco, corre a cargo de Mariana Pérez, una poetisa y editora santaclareña, en un callejón cercano al Boulevard.
Los puestos callejeros que vale la pena mencionar son pocos: el de Buenviaje, quizás el mejor situado, en medio del trasiego de universitarios hambrientos; el vendedor que se coloca al comienzo del Boulevard —que parece haber capturado todos los títulos de la editorial Verde Olivo—; los estantes de El Mejunje, que no están especialmente dotados, pero alguna vez sorprenden; y, por último, camino a la terminal, el puesto que menos frecuento por la lejanía y porque la librera nunca quiere negociar los precios.
Cuando las ferias y los libreros se marchan, estas son las únicas coordenadas que importan para el bibliófilo en Las Villas. A pesar de la extinción de los lectores, los pocos fieles que habitamos la ciudad letrada suplicamos en estas catacumbas un destino más propicio para la literatura y sus custodios.
Vida y fatigas de un bibliófilo cubano
«El libro es una criatura frágil», advierte el Abad a fray Guillermo de Baskerville, «se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de estos ya no existiría. Por tanto el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad».
Hasta un racionalista impenitente como yo debe confesar que los libros parecen tener vida propia. Cuando reviso la historia de cada libro que he adquirido reconozco algo parecido a una mujer que nos quiso o un amigo que se nos fue: la certeza de que solo cruzamos caminos con el libro y que no nos pertenece. Como pocas cosas, el libro nos sobrevive; lo regalamos a quien amamos; lo recibimos el día de nuestro cumpleaños; lo protegemos contra la polilla, los ladrones y, como dice el Abad, contra la saña de los desmemoriados.
Paso la mayor parte de mi día en una biblioteca y no puedo imaginar un destino más feliz para un bibliófilo. Toda la miseria y el subdesarrollo —sobre todo el mental— se borran cuando alguien viene a pedirme una novela de Paul Auster o cuando hago circular, maliciosamente, los relatos de Milán Kundera.
Nadie lo ve excepto el bibliotecario, pero hay una red misteriosa de lectores cómplices, que profesan el rancio y decadente amor al libro. Amigos míos que, sin sospecharlo, veneran a Padura, a Walsh, a Cabrera Infante, a Vargas Llosa, y al ácido aunque siempre delicioso Vázquez Montalbán.
«Se reconoce a un verdadero bibliófilo por la manera en que toca un libro», dicen los hermanos Ceniza a Lucas Corso, el «detective libresco» de El club Dumas. Una vez más, los personajes de Arturo Pérez-Reverte tienen razón. Hay algo eléctrico, vibrante, en el modo en que un libro nos llama. Pero también se reconoce a un bibliófilo por el modo en que busca un libro.
Hace una semana tuve en mis manos un ejemplar del siglo xvi: encuadernación en piel de cordero; papel grueso fabricado con telas viejas; tipografía que recuerda a los obeliscos romanos; texto en latín, con reclamos al pie de página y grabados perfectamente trazados. El libro dejó en mis manos el peso de sus cinco centurias y la certeza de que hay pocas cosas más bellas y entrañables en la vida: saber que alguien cortó ese papel, dobló las hojas, organizó los tipos, humedeció la tinta y cosió los folios; imaginar cómo ese libro navegó el Atlántico, de Salamanca a Santa Clara; e inventar la historia que une a un fraile español de los Siglos de Oro con un humilde bibliotecario villareño.
Con su terrible simpleza —el encuentro de un hombre con un libro—, ese relato me alivia y me salva de la mediocridad cotidiana.
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