Por Alexis Castañeda Pérez de Alejo
Han pasado ya varios días, pero solo ahora puedo anotar estas emociones. Ha muerto Rosita, así simplemente: Rosita, la querida vecina de El Mejunje, en Santa Clara. Nunca supimos su apellido, pero no hacía falta, la queríamos igual, siempre solidaria, cálida y comprometida.
Los habituales de este espacio, sus trabajadores todos, la fuimos entrañando, ya era parte de nuestro paisaje físico y espiritual, sentada en su sillita plegable, escogiendo siempre la orilla, el rincón menos visible, para no molestar el trascurrir artístico.
Las peñas de boleros y filin, los show de transformismo, la tenían como espectadora segura, más de una canción, un espectáculo, un homenaje se le dedicó. Nunca faltaron manos y corazones para acompañarla, ya tarde hasta su casa.
Rosita, además, era una mujer como esas que tanto nos faltan, comprometida, combatiente, defensora de los más necesitados, los incomprendidos, los escacha’os —al decir de Teresita Fernández—; desprejuiciada e inclusiva. No faltó fecha histórica que no celebrara con su poder de convocatoria vecinal: una foto del mártir, una bandera, unas palabras patrióticas, aparecían es su casa.
Sé cuán difícil será para el bolerista José Vizcaíno cantar ahora cada lunes por la tarde sin notar la ausencia en aquel rinconcito debajo del flamboyán mejunjero. Los transformistas sentirán que un flanco se les ha quedado descubierto sin la mirada comprensiva y cariñosa que tanto los acompañó. Los que aquí trabajamos nos falta el aliento ante este vacío que ha quedado de improviso en nuestro patio.
Rosita no creía en dioses, pero estamos seguros de que una potestad poderosa la ha dejado de ronda perenne sobre nuestras suertes para insuflarnos sus inagotables ganas de hacer, y de ser, completamente buena.
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