Por Francisco Antonio Ramos García y
José Antonio LLovet Guevara
A mediados de febrero de 1894, La Habana se estremecía bajo un intenso frío, calificado por sus habitantes como: de órdago (excelente, superior, supremo). El comentario del día eran las bajas temperaturas que sufrían, por todas partes resonaba el nombre de Jover, la onda fría había sido pronosticada por este con 72 horas de anticipación a través del telégrafo desde Santa Clara y como sucede con los que predicen un hecho y sus pronósticos resultan ciertos, el meteorólogo santaclareño salto del anonimato a la fama. Las especulaciones sobre su persona no se hicieron esperar, se preguntaban ¿joven o viejo?, ¿cubano o español?, hubo quienes aseguraban conocerlo y tejían toda suerte de historias fantásticas, en unas: aventurero y viajero infatigable, millonario excéntrico; en otras: un gran sabio, caballeroso, anciano, fanático de la ciencia. Se le comparaba con meteorólogos ilustres entre ellos Andrés Poey y Aguirre (1) y el recién desaparecido Benito J. Viñes Martorell (2). Se pretendía traerlo pera el Observatorio Meteorológico del Colegio de Belén en sustitución de Viñes, por lo que averiguaban si era católico o protestante.