Por Edel Lima Sarmiento
Como ocurre con otros escritores cubanos del pasado, de Enrique Serpa —uno de esos hombres nacidos con el siglo XX— se escucha hablar muy poco entre nosotros. Tristemente, a veces se le recuerda más por el detalle de que uno de sus cuentos, La aguja, parece haber inspirado a Hemingway para escribir la célebre novela El viejo y el mar, que por el valor y los atractivos reales de su obra.
Pero el padre de hijos como Aletas de tiburón, cuya presencia es ineludible por su calidad literaria en numerosas antologías de cuentos, y Contrabando, considerada un clásico de la novelística cubana, fue también un admirable periodista. Es ese su oficio olvidado, el que opacado por el de narrador y preterido por las celadas del tiempo, sigue siendo terreno por explorar para investigadores, literatos y periodistas.
No tuvo Serpa un camino expedito a la cultura. Huérfano de padre, a los 12 años abandonó definitivamente los estudios —aun cuando sus maestros querían costeárselos— para trabajar y ayudar a su familia. Fue aprendiz de zapatero y de tipógrafo, mensajero de una tintorería, pesador de caña en un central y luego empleado en sus oficinas. ¡A la suerte de pobre se impuso la voluntad del estudiante autodidacta, la curiosidad del lector incurable!
Rubén Martínez Villena, el amigo de la infancia (habían estudiado juntos en la Escuela Pública número 37 del Cerro), cambió el rumbo de su vida. Siendo el secretario, lo llevó en 1920 como su asistente al bufete de don Fernando Ortiz y lo introdujo al mundo intelectual cubano. No tardaría Serpa en unirse a la pléyade de jóvenes sensibles y cultos que se congregaban en el café Martí y en la redacción de El Fígaro, para compartir inquietudes literarias, políticas y sociales; el germen de lo que poco después sería el Grupo Minorista.
Ante la insistencia del poeta español Manuel Lozano Casado, que había observado en él la agudeza del buen periodista, en 1922 Serpa se inició en El Mundo como redactor y más tarde desempeñó las jefaturas de Corresponsales y de Información. Curiosamente, por ir a cubrir su turno de trabajo en ese diario, no estuvo entre los participantes de la Protesta de los Trece, porque aquel domingo 18 de marzo de 1923 se había despedido de sus compañeros antes de que surgiera la idea de denunciar la venta fraudulenta del Convento de Santa Clara.
A partir de 1927 ocupó, además, la dirección literaria de la revista cultural Chic, hasta su cierre al año siguiente. Tras abandonar El Mundo, pasó en 1930 a El País, que en ese momento ya era uno de los rotativos más influyentes de la prensa nacional, y en este permanecería hasta 1952, cuando con la posibilidad de dedicarse por completo a la literatura, sin las presiones económicas y las del diarismo, aceptó el cargo de agregado de prensa de la Embajada cubana en Francia. De París regresó a Cuba con el triunfo de la Revolución y murió en La Habana en 1968.
Faltaría decir, en el intento de completar su vía crucis periodístico, que colaboró con diversas publicaciones: antes de 1959, Cuba Contemporánea, Castalia, Luz, El Fígaro, Social, Carteles y Bohemia; y después, El Mundo, Mar y Pesca, Unión y otra vez Bohemia.
En sus 22 años en el diario El País, alcanzó el reconocimiento y la consagración como periodista. Aunque diestro por igual en la información, el editorial, la entrevista o el reportaje, escritor al fin se encontró en la crónica, género en el que volcó con maestría las experiencias de viajes por toda Cuba y por otros países de América y Europa.
Prueba de ello son las secuencias de crónicas (o reportajes) que, provenientes de El País, Serpa convirtió en libros: Días de Trinidad (1939), Norteamérica en guerra (1944), Presencia de España (1947) y Jornadas Villareñas (1963).