Ayer analicé el atroz acto de violencia contra la congresista norteamericana Gabrielle Giffords, en el cual 18 personas fueron alcanzadas por las balas; seis murieron y otras 12 fueron heridas, varias de suma gravedad, entre ellas la congresista, con un balazo en la cabeza, dejando al equipo médico sin otra alternativa que tratar de preservarle la vida y evitar en lo posible las secuelas de la criminal acción.
La niña de nueve años que murió había nacido el mismo día que las Torres Gemelas fueron destruidas, y era destacada en su escuela. La madre declaró que había que poner fin a tanto odio.
A mi mente acudió una dolorosa realidad, que seguramente preocuparía a muchos norteamericanos honestos que no hayan sido envenenados por la mentira y el odio. ¿Cuántos de ellos conocen que América Latina es la región del mundo con la mayor desigualdad en la distribución de las riquezas? ¿Cuántos han sido informados de los índices de mortalidad infantil y materna, perspectivas de vida, atención médica, trabajo infantil, educación y pobreza prevalecientes en los demás países del hemisferio?
Me limitaré solo a señalar el índice de violencia a partir del hecho detestable que tuvo lugar ayer en Arizona.
Señalé ya que cada año cientos de miles de emigrantes latinoamericanos y caribeños que perseguidos por el subdesarrollo y la pobreza se trasladan a Estados Unidos son arrestados, muchas veces separados incluso de familiares allegados y devueltos a los países de origen.
El dinero y las mercancías pueden cruzar libremente las fronteras, repito; los seres humanos, no. Las drogas y las armas cruzan en cambio sin cesar en una y otra dirección. Estados Unidos es el mayor consumidor de drogas en el mundo y, a la vez, el mayor suministrador de armas, simbolizadas con la mirilla publicada en el sitio web de Sarah Palin o el M-16 exhibido en los carteles electorales del ex marino Jesse Kelly con el mensaje subliminal de disparar el peine completo.
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