Aunque tengo mucha dificultad para publicar porque en el periódico hay problemas en la conexión a internet, pude por fin traerles este trabajo sobre los poetas de Santa Clara. «Santa Clara, para los poetas» es el título que ha escogido Norge Espinosa Mendoza, poeta, ensayista, crítico, narrador y dramaturgo santaclareño, para nombrar a Santa Clara: para los poetas. Tuve el placer de contactar con los poetas de esta ciudad y de Villa Clara en general para graduarme de especialista en Edición de Textos. Ese trabajo fue colectivo, por lo que algunos poetas que tenían una producción mayor en cuanto a narrativa y teatro no estuvieron en mi perfil, sino en el de otras personas, por eso no he publicado sobre algunos de los que aparecen con enlaces a otros sitios (todos los links son míos). O no tenían la cantidad de libros publicados que exigía el tutor. En ese entonces me di cuenta en verdad de lo prolífica que era mi provincia y mi ciudad en cuanto a poetas. Por eso traigo a VerbiClara este artículo, del que emanan recuerdos buenos y malos, pero siempre recuerdos de Santa Clara y sus bardos:
SANTA CLARA, PARA LOS POETAS
Por Norge Espinosa Mendoza
Cuentan que José Lezama Lima no pudo resistir el agobio de una noche provinciana, y tras intentar radicarse en Santa Clara para ocupar un puesto nada desdeñable en la Universidad Central de las Villas, acabó procurándose el medio más rápido para retornar a La Habana, única ciudad del mundo donde pareció respirar a sus anchas el dueño de esos pulmones de acero que se sienten resollar tras las páginas inmensas de Paradiso. A pesar de las gestiones de varios amigos, Samuel Feijóo entre ellos, el poeta más notable de su generación no podía imaginarse lejos de su ámbito, y la Santa Clara de aquellos días de mediados de los años 50 le resultó francamente irrespirable. Su huida podría marcar un récord de brevedad en cuanto a permanencias en la ciudad de Marta Abreu, donde un poeta no menos importante, Emilio Ballagas, pervivió durante algunos años como profesor de la Escuela Normal de Maestros: un capítulo de su existencia poco transitado, y del cual los santaclareños no parecen tener demasiada memoria. Con lo que de lástima eso tiene.
Curiosamente, fue en esa plaza que Lezama rechazó con fervor que varios jóvenes poetas, 30 años más tarde, comenzaron a procurar sus versos, y los del mundo origenista, para empezar a respirar otro aire. La Santa Clara de los años 80 es la de mi adolescencia, y en ella tuve el privilegio enorme de conocer a un conjunto de poetas, trovadores, pintores, gente de teatro y bohemios que me ayudaron a entenderme a mí mismo como parte de un ámbito diferente en aquel sitio tan distante (dígase lo que se quiera geográficamente) de la manera en que vibraba la capital por esos días. Justo de eso se trató, y en aquel momento el país se multiplicó, literariamente, en lo que Bladimir Zamora ha denominado “panteones literarios”, que con fuerza particular se abrieron en Matanzas, Pinar del Río, Camagüey, Holguín y Santiago de Cuba. De esos sitios, y de otros que también despertaron: Güines, San Nicolás de Bari, etc., surgieron nombres que desde la provincia retaron a la capital, y aportaron obras, versos, gestos y provocaciones sin los cuales no sería posible entender lo que fue la cultura cubana de ese instante tan fecundo como intenso.
En ese tráfago de lecturas, de preguntas, de descubrimientos, me crucé con algunas personas que aún siguen en Santa Clara; esa ciudad que hoy es tan distinta, como si hubiese despertado en aquel entonces y a pesar de no pocas estrecheces ya no quisiera retornar a la mansedumbre provinciana que espantó a Lezama. En el Taller Literario Juan Oscar Alvarado, aprendí a oír opiniones adversas y positivas, cruzadas con un fervor a ratos explosivos por los jóvenes autores que, sin permiso de nadie, se arrogaban el derecho de procurarse modelos no siempre cercanos a lo que dictaban las normas oficiales de ese tiempo. Volver a Lezama, a Cintio, a Fina, Eliseo (los patriarcas indudables de esa sacudida), parecía a no pocos muy sospechoso. Y como tales se juzgaban a los que hurgaban en bibliotecas, archivos, librerías de uso, en pos de lo mejor de aquellos nombres.
En esa Santa Clara donde me atreví a mostrar mis primeros versos y a subir al escenario de la Casa de Cultura bajo la guía de Frank Abel Dopico, mostraban sus incomodidades personas tan singulares como Arístides Vega Chapú, Bertha Caluff, Heriberto Hernández Medina, Luis Cabrera, Alexis Castañeda, Joaquín Cabezas de León, Ricardo Riverón, Félix Luis Viera, Jorge Ángel Hernández Pérez, Jorge Luis Mederos, Emma Artiles, su inseparable Pible —a su vez inseparable de la Leña del Humor, Agustín de Rojas, Carlos Alé, el propio Dopico, y otros que llegarían o no a establecerse como rostros fijos de esa pequeña muchedumbre que leía a Brecht o a Vallejo, a Valéry o a Rimbaud, a Freud o a San Juan de la Cruz. Todo valía con tal de remover convenciones y prejuicios, y ahí estaba El Mejunje, ya creado por Ramón Silverio, alzado en su segundo emplazamiento, para acoger todo lo que se nos ocurriera en las noches de sábado.
El tiempo traería a otros (Pablo Banguela, Rafael Soriano, Williams Calero, Juan Carlos Recio, Noel Castillo, Alpidio Alonso, Julio Mitjans, René Coyra), sumándolos a esa serie sospechosa que hoy repaso con el filoso argumento de la nostalgia, pensando en una Santa Clara donde yo mismo debí pasar por uno de los bichos raros de tal colección, moviéndome hasta el teatro de la Universidad para ver varias funciones de El hijo, un espectáculo de herencia barbiana dirigido por Fernando Sáez para descontento de algunos; o leyendo mis primeros poemas junto a Carlos Galindo Lena, a quien los poetas bisoños de la ciudad respetaban con un curioso acuerdo. En Brotes, una hoja literaria nacida en los albores de la década, algunos de ellos llegaron a ver impresas sus estrofas. De una pequeña catástrofe logré salvar ejemplares de ese extraño documento, que salía de la Imprenta de Cultura bajo el cuidado, entre otros, de Sigfredo Ariel. Clara Beltrán, la asesora literaria más atrevida que tuvimos por ese entonces, supo animar a ese coro tan dispar de una manera que hoy nos permite recordar aquellos días bajo fulgores muy diversos. Acaso eso sea una forma de la amistad, o de atisbar otras clases de poesía.
La nostalgia, sin embargo, no me impide recordar diferencias, rencillas, la parte inevitablemente humana y mezquina de toda historia. Algunos de esos autores abandonaron Santa Clara, como tuvo que hacerlo Sigfredo antes que pudiera conocerlo allí, en pos de aires más respirables, a la manera de Lezama. Arístides Vega y Bertha Caluff se enrumbaron hacia Matanzas, donde vivieron varios años y nació Salma, la hija a quien conocí en los brazos de su madre y que hoy es una muchacha tan espigada como pude haberlo sido yo mismo en esas horas que recuerdo. En 1990 yo mismo estaba ya en la capital, estudiando en la Escuela Nacional de Arte. Había ganado, en 1989, el premio de poesía de El Caimán Barbudo: me pregunto cómo habrá caído entre mis colegas el que aquel recién llegado, de edad mucho más corta que la de ellos, se hubiera alzado con aquel galardón. De cierta manera, fue un índice que cambió relaciones y diálogos. Pero solo me di cuenta de ello luego, acaso demasiado tarde, como se dice en la página final de una novela.
De entonces a acá no dejo de volver a Santa Clara, donde finalmente se editó mi primer libro, en 1993, gracias a las mañas de Ricardo Riverón, como uno de los títulos iniciales de la recién fundada Editorial Capiro. Regreso porque ahí está mi madre, y esa razón debiera evitarme dar otras. Pero también porque, a diferencia de ese Lezama al que tanto admiro, necesito retornar para aprender nuevamente a respirar ese aire, ese estado de ánimo que pudo haber sido Santa Clara, tal y como yo la recuerdo. A esa Santa Clara retornó Aramís Castañeda, y va y viene Rolando Berrío, uno de los trovadores más carismáticos del país. A esa ciudad (y a sus poetas) dedicó mi querido Yamil Díaz una antología de sus autores que espero vea la luz antes de que se derrumben ciertos muros. Cuando se reinauguró el teatro La Caridad, tras tantos años de encierro y silencio, la alegría de los residentes en la ciudad donde nací fue idéntica a la mía: a ver si algún día Teatro El Público, con el cual trabajo en la capital, puede poner en su tablado alguno de sus mejores espectáculos. Y ahí también me dejo ir hasta El Mejunje, en la calle que lleva el nombre de esa mujer extraordinaria que fue Marta Abreu, para sorprenderme con la última ocurrencia del imparable (impar e imparable) Ramón Silverio. Nunca más he entrado a la Casa de la Cultura donde fui un personaje de Lorca, junto a mi amiga Gilda Bello. Ni al patio del preuniversitario Fructuoso Rodríguez, donde estudié y decidí que quería vincular mi vida al mundo de la escena.
Conozco sitios hermosos y peligrosos de la ciudad, en ellos tengo amigos y enemigos, y personas a las que he amado con una franqueza que puede ser hiriente. Hoy la ciudad tiene otros poetas, junto a los que sobreviven de aquel estado de ánimo que fuimos algunos en el albor de los 80. Y otros artistas, otros trovadores y grupos que, a fuerza de persistir, son respetados desde el aparente silencio que cubre algunas de nuestras provincias.
La ciudad, que ha ganado monumentos y otras dinámicas, se ha relajado también en ciertos órdenes, esperando además ser más cuidada por quienes debieran protegerla: algunas de sus edificaciones llevan años esperando una reparación que las resucite: no todo se salva con un soplo de poesía. La gente más joven se agrupa en el parque Vidal hasta la madrugada: cosa impensable en aquellas jornadas donde un grupo de bohemios se empecinaba en revivificar una ciudad que dormía tan temprano. A esa hora de las madrugadas, tal vez escriban sus nuevos poetas. Y en ese tiempo regenerador que puede ser la noche, acaso la propia ciudad recupere su memoria, la reorganice en otras palabras, en otros poemas que hagan su aire menos denso, más transparente o más vibrante, como debiera ser el aire que atraviese los pulmones de quien imagina una ciudad como un poema. O viceversa.
A esa Santa Clara es que regreso; aunque yo sepa que tantas y tantas cosas no puedan ser iguales nunca más. Porque con los recuerdos lo vivido regresa; pero nunca, nunca, con el sabor de la primera vez.
Tomado de La Jiribilla
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