El 7 de diciembre de 1896 murió uno de los patriotas insignes de Cuba: el lugarteniente general del Ejército Libertador Antonio Maceo. Estos artículos del historiador Ciro Bianchi Ross explican:
CÓMO MURIÓ ANTONIO MACEO
Antonio Maceo. LAZ
(7 de diciembre) Cómo murió Antonio Maceo (2 partes)
El 7 de diciembre de 1896 murió uno de los patriotas insignes de Cuba: Antonio Maceo. Estos artículos del historiador Ciro Bianchi Ross explican:
CÓMO MURIÓ ANTONIO MACEO
Pocos combates son tan contradictorios en la historia militar cubana como el de San Pedro. Los historiadores, cuando vivían aún muchos de sus protagonistas —cubanos y españoles—, trataron de reconstruirlo. No lo lograron del todo, pues las investigaciones arrojaron unas 50 versiones, algunas de estas contradictorias. Eso ha dificultado a los estudiosos establecer la exactitud de los hechos y despejar las incógnitas de una acción que, más allá de su importancia combativa, adquiere relevancia porque en ella encontró la muerte el mayor general Antonio Maceo, segundo jefe del Ejército Libertador.
Una muralla de tropas
Opera Maceo, victorioso, en Pinar del Río. Puede al fin, el 18 de septiembre, encontrarse con el general Rius Rivera, llegado por María la Gorda al frente de una importante expedición que suministra a los insurrectos valiosos pertrechos de guerra, e inicia, el 23, desde los Remates de Guane, su marcha hacia el este. Ocho mil soldados españoles, con el apoyo de las fortificaciones de Mantua, Los Arroyos, Dimas y la trocha de Viñales, se obstinan en mantener encajonado al glorioso mambí en el estrecho extremo occidental de la Isla.
Vano intento. El 24, ya con Panchito Gómez Toro a su lado, Maceo se enfrenta a la columna del coronel San Martín y la derrota en la zona montañosa de Montezuelo. Tres días más tarde la ofensiva española va contra el campamento insurrecto de Tumbas de Estorino; combate sangriento donde la tropa de Maceo causa al enemigo más de 800 bajas y otras 500 en los combates de Guao y Ceja del Negro. En un avance indetenible llega el Lugarteniente General a la peligrosa zona de Viñales y acampa en Galalón, mientras que el general español Echagüe sale de San Diego de los Baños para cerrarle el camino. Los cubanos le ocasionan más de 300 bajas y Echagüe se retira, derrotado. El 10 de octubre ya está Maceo en la loma del Toro. El 22 ataca Artemisa. Bombardea el poblado con un cañón neumático y, con los fusileros, mantiene asediada la plaza hasta la madrugada. Espera que el enemigo, mandado por el famoso general Arolas, salga de «las jaulas de loro de la trocha» a fin de batirlo en regla a campo descubierto y aunque el jefe español rehúsa el enfrentamiento, el asedio a Artemisa cumple el objetivo mambí de demostrar su fuerza en el este pinareño.
Ya ha salido Maceo de la angosta zona occidental de Pinar del Río abriéndose paso por entre una muralla de tropas españolas. Ha vencido en una de las más difíciles campañas de su historia militar. Sabe que si dispusiera de tres o cuatro mil hombres más dejaría expedito el camino para «el Ayacucho cubano» y España sería arrojada de la Isla. Pero ¿cómo armar y pertrechar a nuevos combatientes si la mayor parte de las veces sus hombres van al combate con solo dos balas? La Habana misma está a su alcance y ha comprendido, con dolor, que atacarla sin piezas de artillería es caer en una trampa, pues la capital es guardada por más de 60 000 soldados bien armados y municionados.
Se siente Maceo impotente a pesar de sus triunfos. Es todo preocupación y angustia, pues las noticias que recibe son dolorosas y alarmantes. El anuncio de la muerte en combate de José, su hermano más querido, le rompe el corazón, y el sufrimiento lo sobrecoge al enterarse de la situación de su esposa María, enferma y sin recursos en Costa Rica. Cartas que le remiten desde Las Villas y Camagüey le permiten colegir la grave crisis en que se halla la revolución y una orden de Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, conminándole a que se le reúna de inmediato, aumenta su ansiedad, ya que para hacerlo tendrá que burlar otra vez la trocha de Mariel a Majana.
Intransigente
A Gómez le resulta cada vez más difícil mantener la disciplina en el este de la Isla. El Gobierno del presidente Cisneros Betancourt le discute las órdenes y busca el modo de destituirlo y de suprimir el cargo de General en Jefe. Pero en el Consejo de Gobierno las opiniones están divididas y aunque se mantiene el propósito de eliminar a Gómez con el pretexto de haber abandonado a Maceo a su suerte en Pinar del Río, se quiere también la destitución de Cisneros a fin de que Maceo asuma la presidencia de la República en Armas y la jefatura del Ejército Libertador.
Aunque entristecido por la actitud del Gobierno, la amenaza de la destitución no lleva a Gómez a envainar su espada y sigue anotándose una victoria tras otra. «Dejaré el puesto y me iré a pelear a las órdenes de Maceo», dice a sus más fieles compañeros. Maceo, por otra parte, rechazará, al conocer de ellos, esos planes; es inalterable en su defensa del Gobierno legítimo y en cuanto a la destitución de Gómez, amenaza con ahorcar a quien se atreva a proceder en ese sentido.
Un incidente ahonda la crisis. El miembro del Gobierno Rafael Portuondo firma pases para que sus amigos visiten poblados en poder de los españoles. Gómez los recoge y anula porque son permisos no autorizados por el presidente de la República y el secretario del Interior. En represalia, el Consejo de Gobierno invita a Gómez a que renuncie si no se somete a las disposiciones gubernamentales. La respuesta del «Viejo» es tajante: «Marcho a depositar el mando como jefe del ejército en la autoridad del lugarteniente general, segundo al mando, mayor general Antonio Maceo, como está prevenido en la Constitución».
Emprende enseguida el camino hacia occidente en busca de Maceo, a quien ya cursó aviso de que se le reúna.
Desgarrado
Pobre república si ha de navegar por estas aguas muertas», comenta el Titán al leer las cartas que dan cuenta de la gravedad del momento; cartas que ordena guardar, pero sin que su entrada quede asentada en el registro. Pierde el humor, que lo llevaba a bromear incluso en medio de un combate. Desaparece asimismo su sonrisa y se sume, cada vez con más frecuencia, en largas y silenciosas meditaciones. Debe cumplir una orden y, antes, reorganizar los mandos pinareños para garantizar la continuidad de las operaciones mientras dure su ausencia. En busca de un paso hacia La Habana manda de continuo a explorar la trocha o la explora él mismo. No hay modo de cruzarla. La vigilancia española es perfecta y enorme la acumulación de tropas. Escribe su biógrafo Raúl Aparicio: «La contrariedad fundamental, la obligación de abandonar Pinar del Río, y el motivo de esa obligación le retuercen el alma. No se queja, pero hay en él un desgarramiento profundo. En pocos días, lo que ha venido rechazando su optimismo, va coagulándose. No ve claro el destino de la patria. Le oprime ese pesar. Por primera vez se siente debilitado».
Intenta el 9 de noviembre pasar la trocha. Desiste al enterarse de que el capitán general Valeriano Weyler, que dictó días antes el bando de la reconcentración para los campesinos pinareños, se disponía a atacar, al frente de varias columnas, los campamentos insurrectos en las montañas. No quiere Maceo desaprovechar la oportunidad de enfrentarse al máximo jefe enemigo y ese mismo día combate en el Rosario contra el general Echagüe, que cae herido en la acción. Al día siguiente se bate en El Rubí con la tropa del general González Muñoz, sin que por eso se desentienda del Rosario, donde Weyler en persona ha asumido la conducción de sus columnas. El fuego no termina sino con la noche. El 11, Weyler y González Muñoz retroceden hacia Cabañas.
Supone Maceo que el capitán general no regresaría a las montañas y, siempre con el propósito de cruzar la trocha, parte hacia Guanajay. Tampoco por allí hay cruce posible. La decepción se hace mayor cuando se entera de que el jefe enemigo volvió a las lomas y quedó extraviado en los montes de Oleada. Lamenta su error. Dadas las circunstancias del caso, de no haber estado en Guanajay, hubiera hecho prisionero a Weyler. De todas formas, su ofensiva ha sido un fracaso. Perdió Weyler en sus andanzas 400 hombres y los mambises, 56.
Pasión de ánimo
El 2 de diciembre, en las cercanías del ingenio Regalado, busca en la trocha una grieta que le permita el paso. No la encuentra y se aleja hacia el norte para constatar que por Mariel tampoco parece existir posibilidad alguna. Son las diez de la noche y cabizbajo y a trote lento emprende el regreso al campamento. De pronto, se desploma del caballo. Está como muerto y los ayudantes que van en su auxilio no saben qué hacer. Pero abre los ojos. «Es solo un vahído», dice a los suyos para calmarlos. Su ayudante, el general Miró Argenter, atribuye el desmayo a una «pasión de ánimo». Sufre el General por la crisis que resiente a la Revolución y lo angustia la posibilidad de no poder limar las asperezas entre Gómez y el Gobierno antes de que ocurra el desenlace fatal.
En la mañana del 3 de diciembre despierta con la noticia de que el enemigo maniobra cerca del campamento, en dirección a la loma de la Gobernadora. Se alista para combatirlo. Panchito, el hijo de Gómez, cae herido, pero los españoles, en derrota, regresan a Cabañas. Maceo ha cumplido el objetivo de alejar de Mariel la columna enemiga ya que es por ese punto por donde cruzará la trocha cueste lo que cueste. Así lo ha decidido. Las cartas que recibe son cada vez más apremiantes. Expresa a Miró: «No hay más remedio; hay que salir de aquí inmediatamente. Lea esta carta y dígame si las cosas de Cuba pueden quedar así».
Escoge a los hombres que lo acompañarán a La Habana. No pueden ser muchos, pues cruzará la trocha por la bahía del Mariel, a bordo de un bote pequeño. Los cien negros que conforman su escolta y a los que llama «los diablos» lloran y protestan porque no quieren que parta sin ellos. No hay caso. Maceo se despide de prisa y bajo la lluvia y rumbo al mar, avanza sin volver la cabeza.
Enfrentará una nueva contrariedad. Por el punto donde está el bote, el oleaje imposibilita echarse al mar. Recomienda el práctico un nuevo paraje para el embarque y cargan el bote entre todos para trasladarlo al lugar seleccionado. Desde allí, al filo de las 12 de la noche, pasan, en cuatro viajes, al otro lado de la bahía. La lluvia no amaina y los expedicionarios van en silencio. La oscuridad es total y la pequeña embarcación lleva forrados los remos con paños para evitar su detección. «Son viajes lúgubres», escribe Raúl Aparicio.
Lo que sigue es peor. En el sitio convenido, no encuentra Maceo a los que debían esperarlo.
(Fuentes: Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Diccionario Enciclopédico de Historia militar de Cuba; tomo II)
Tomado de Juventud Rebelde
CÓMO MURIÓ ANTONIO MACEO (FINAL)
Maceo ha caminado mucho y está agotado. Tiene fiebre. Le duelen todas las heridas y los ordenanzas le friccionan las piernas para aliviarlo. Le contraría no encontrar los hombres y los caballos que esperaba a su llegada, pero sabe que con haber salido de Pinar del Río y estar en territorio habanero ha infligido una derrota a Weyler. Sube la fiebre y el general Miró, que vela a su lado, lo ve agitarse en la hamaca y le escucha frases incoherentes. En el amanecer cuenta a Miró su sueño. Le dice que vio a su padre, a su madre y a todos sus hermanos muertos. Estaban a su lado y lo llamaban por su nombre. Le decían: Antonio, basta ya de lucha, basta ya de gloria. Habló enseguida sobre Mariana, que iba ya para tres años de muerta, recordó a su hermano José y no ocultó su preocupación por la situación de su esposa, enferma y sin recursos en Costa Rica. Más tarde conversó con su médico. Diría el doctor [Máximo] Zertucha: Me dijo que tenía el presentimiento de que lo iban a matar.
Es ya el amanecer del 6 de diciembre de 1896 y apenas le quedan 24 horas de vida.
Discordias
El comandante Baldomero Acosta, que siguiendo sus instrucciones lo esperó en el lugar convenido las noches del 27 y el 28 de noviembre, aparece al fin con los caballos, y a Maceo se le renueva el entusiasmo al conocer los detalles de un posible alzamiento en la capital que deberá simultanearse con un ataque mambí. Es precisamente lo que quiere desde hace tiempo: embestir contra Marianao, antes de proseguir camino para encontrarse con Máximo Gómez, y hacerse sentir en La Habana, de manera que las autoridades españolas, que lo hacen encajonado en Pinar del Río, no puedan negar su presencia en territorio habanero. Es con el fin del probable ataque a Marianao que, antes de cruzar la trocha, ordenara la concentración de las tropas de la Segunda División del Quinto Cuerpo del Ejército Libertador. En efecto, en San Pedro Arriba aguardan la llegada del Lugarteniente General los regimientos Santiago de las Vegas, Goicuría, Calixto García y Tiradores de Maceo, con sus jefes respectivos; unos 450 hombres en total al mando del coronel Sánchez Figueras, jefe de la Brigada Sur. Ya con los caballos, Maceo marcha hacia San Pedro de inmediato. Lo acompañan entre 45 y 60 hombres. Resulta inconcebible. Dejan rastros en el camino que permitirán al enemigo detectarlos.
Hacia las ocho de la mañana del 7 de diciembre llega Maceo al campamento insurrecto. El júbilo es indescriptible. Dispone que el general Miró salga lo más pronto posible para el Cuartel General de Gómez y lleve con él a Panchito, su ayudante y ahijado, que está herido y «como es muy belicoso cualquier día me le vuelven a dar otro balazo».
Siguen las entrevistas con el mando habanero. Hay discordia. Todos quieren ser jefes. El teniente coronel Juan Delgado, que no obedece ya a Sánchez Figueras ni al coronel Ricardo Sartorius, pide una posición que le permita no supeditarse a nadie más que a Maceo. El teniente coronel Alberto Rodríguez anuncia que, si así se hiciera, no reconocería a Juan Delgado, y en cuanto a Baldomero Acosta, Maceo debe desautorizarlo porque ha designado por su cuenta y riesgo y sin apego a la ley a los jefes del regimiento Goicuría. El General escucha a todos con infinita paciencia. Está triste, muy triste. Hace un aparte con Juan Delgado y luego de un largo silencio expresa que no tomará decisiones antes de entrevistarse con el mayor general José María Aguirre, jefe de la División de La Habana.
Son las 11 de la mañana y Maceo queda solo en su tienda. Se descalza. Coloca las armas debajo de la hamaca y se tiende en espera del almuerzo. Luego vuelven los jefes a reunírsele y Miró les lee el pasaje de su libro Crónicas de la guerra correspondiente a la batalla de Coliseo. De pronto se oyen detonaciones; siguen descargas cerradas. Maceo, dirá Miró, pasa del asombro a la cólera por la sorpresa enemiga. La guerrilla montada de Peral, vanguardia del batallón de San Quintín que manda el comandante Francisco Cirujeda, arrolla la guardia mambisa e invade el campamento. Intenta Maceo salir de la hamaca, pero no puede hacerlo sin que uno de sus asistentes lo ayude a incorporarse. Se pone las botas, se ciñe las armas y ensilla su caballo; tarea esta que no confiaba a nadie pues solo así se sentía seguro sobre los estribos. Ya montado, ordena al teniente coronel Piedra Martell que busque un corneta para reagrupar a la tropa, dispersada en la confusión de los momentos iniciales del ataque. A esa altura, Juan Delgado y Alberto Rodríguez, con 40 hombres, han hecho retroceder a los de Peral en busca de la protección de la infantería, desplegada ya detrás de una cerca de piedras del callejón del Guatao. No aparece el corneta y Maceo, con 45 hombres de su Estado Mayor y de la escolta, parte rumbo al lugar donde Delgado y Rodríguez mantienen estabilizado el combate. El enemigo, protegido por la cerca y con la caballería desplegada a ambos flancos, no intentaba una nueva ofensiva.
Casualidades
Los cubanos esperaban gozar de tranquilidad en el campamento de San Pedro aquel 7 de diciembre. La exploración mambisa había informado que la columna de Cirujeda había salido desde Punta Brava en dirección a Cangrejeras, es decir, con rumbo opuesto a San Pedro. La información era correcta. Cirujeda, al frente de tres compañías del batallón de San Quintín, la guerrilla montada de Peral y la guerrilla de Punta Brava —unos 480 hombres en total— quería llegar a Mariel, límite de su zona de operaciones, pero en el camino que conducía a la playa de Baracoa escuchó disparos en dirección a Bauta y ordenó cambiar el rumbo y dirigirse hacia ese pueblo para prestar ayuda a su guarnición si era necesario. Nada sucedía en Bauta. Allí, luego de hacer rancho, Cirujeda abandonó la idea inicial de trasladarse a Mariel y quiso hacer un recorrido por el callejón de San Pedro a Punta Brava. Lo hizo por una cuestión de tiempo, y no porque hubiera recibido en Bauta información alguna sobre la presencia insurrecta en la zona.
Fue entonces que la guerrilla de Peral descubrió el rastro que dejaron Maceo y sus acompañantes y lo siguió a fin de sorprender lo que se suponía un pequeño destacamento cubano. Las huellas la llevaron hasta la avanzada del campamento de Maceo. La arrollaron los de Peral y continuaron su avance hasta que los detuvo una cerca de piedra que se vieron obligados a rebasar por un estrecho portillo. Fue ahí donde los contraatacaron hasta hacerlos retroceder los hombres de Juan Delgado y Alberto Rodríguez.
¡Esto va bien!
Ya en el lugar del combate y bajo el fuego cerrado de la infantería enemiga, ordena Maceo al brigadier Pedro Díaz una maniobra de envolvimiento por el flanco izquierdo de la cerca a fin de desalojar de allí al enemigo y darle una carga al machete en campo abierto. El ataque fracasa y, aunque Díaz vuelve a intentarlo, se crea una situación insostenible para los cubanos que, por la inferioridad de su armamento y escasez de tiros, no pueden prolongar el combate de posiciones.
Dos opciones se abren ante el Lugarteniente General del Ejército Libertador. Ordena la retirada o intenta de nuevo desalojar al enemigo de la cerca. Escoge esta variante, decidido a llevar el combate hasta el final, e inicia un avance paralelo a la línea española para continuar el ataque. Una cerca de alambres oculta por la hierba altísima, le cierra el paso. Ordena que corten los alambres y encarga a Pedro Díaz que flanquee, ahora por la derecha. Con la misma mano que sostiene la brida, toca el hombro de Miró y le dice: «¡Esto va bien!».
Arrecia el fuego enemigo y Maceo es alcanzado por un proyectil que le penetra por el lado derecho de la cara, cerca del mentón, y sale, con ruptura de la arteria carótida, por el lado izquierdo del cuello. «¡Corran, que el General se cae», grita Miró. Los oficiales, con dificultad —pesa más de 200 libras— lo suben al caballo y cae nuevamente al suelo cuando otra bala hace blanco en el tórax y mata a la bestia en su recorrido de salida. Maceo está muerto y a su lado yacen 12 hombres heridos. Miró y el coronel médico Zertucha se desploman moralmente y salen aterrados de la escena. Se retira también el brigadier Pedro Díaz y el cuerpo sin vida del Mayor General Antonio Maceo, segundo jefe del Ejército Libertador, queda solo en aquellos matorrales a merced del enemigo.
Al enterarse de lo sucedido, Panchito Gómez Toro, que por estar herido quedó en el campamento, sale, con un brazo en cabestrillo y prácticamente desarmado, en busca del cadáver de su jefe. En un gesto supremo de devoción y lealtad va a morir a su lado. Resulta blanco fácil de las armas españolas. Herido, debilitado por la sangre que pierde, trata de suicidarse para que no lo cojan vivo, pero antes quiere escribir una nota a sus padres y hermanos para explicarles la decisión. No puede concluir el mensaje. Uno de los guerrilleros de Peral lo remata con machetazo en la cabeza.
En el Cuartel General
El comandante Cirujeda no sospechó siquiera que Maceo había muerto en San Pedro, pues la propaganda española lo daba como cercado en Pinar del Río. Un grupo de valientes, encabezados por Juan Delgado, pudo recobrar los cuerpos del Lugarteniente General y de su ayudante. Tampoco están claras las circunstancias en que lo consiguieron. Unos dicen que, como ya el enemigo se había retirado, no fue necesario combatir. Otros, en cambio, afirman que, aunque Cirujeda se retiraba, los guerrilleros seguían en el terreno y hubo combate y que Juan Delgado ordenó incluso una carga al machete que no se dio a la postre porque los guerrilleros huyeron al percatarse de lo que les venía encima.
El 16, nueve días después del combate, llega al Cuartel General del Ejército Libertador, en San Faustino, Camagüey, la noticia de la muerte de Maceo y su ayudante. El oficial de guardia despierta al Generalísimo Máximo Gómez con la breve esquela. «¡Maceo y mi hijo muertos!». Tan conturbado ven al «Viejo» sus subalternos, que tratan de consolarlo recordándole las mentiras que suelen difundir los españoles. Gómez no se llama a engaño. «Algunos de mis compañeros abrigan la esperanza de que pueda ser falsa, pero yo siento la verdad de ella en la tristeza de mi corazón…», escribe. Dos días más tarde se confirma la noticia. Los detalles de la muerte de su hijo lo trastornan.
En el Cuartel General los mambises andan taciturnos, sombríos, en expresión de duelo. Truena la voz del Generalísimo una mañana: «Qué silencio es ese? ¿Es acaso porque han caído el general Maceo y mi hijo, su ayudante? ¡Han muerto cumpliendo con su deber y ahora nos toca a nosotros! ¡Aquí debe haber alegría, conformidad y decisión cada vez que cae uno abrazado a la bandera!».
En verdad está destrozado. Puede aceptar la muerte de Panchito, pero no cesa de pensar en el golpe del machete que le cercenó la vida. Acongojado, maltrecho, se traslada a Santa Teresa, en Sancti Spíritus, y busca en La Reforma el rancho donde nació su hijo 20 años antes. Ve solo monte.
Escribe a su esposa: «No quise tocar nada, y todo quedó respetado y tranquilo en aquel lugar solitario… Dios me dé tiempo y medios para ir también a derramar una lágrima sobre su tumba».
(Fuentes: Diccionario enciclopédico de historia militar, tomo II; y textos de Raúl Aparicio, Minerva Isa y Eunice Lluberes)
Tomado de Juventud Rebelde
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