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Archive for 27 de noviembre de 2008

Lampedusa. Inmigrantes llegando a la isla de Lampedusa (Italia), Agosto de 2007. Fotografía de Sara Prestianni, de su álbum Storie migrante.

Dirán algunos que el escepticismo es una enfermedad de la vejez, un achaque de los últimos días, una esclerosis de la voluntad. No osaré decir que este diagnóstico esté completamente equivocado, pero diré que sería demasiado cómodo querer escapar a las dificultades por esa puerta, como si el estado actual del mundo fuese simplemente consecuencia de que los viejos sean viejos… Las esperanzas de los jóvenes nunca han conseguido, al menos hasta hoy, hacer el mundo mejor, y la acedía renovada de los viejos nunca ha sido tanta que alcanzara para hacerlo peor. Claro que el mundo, pobre de él, no tiene culpa de los males que padece. Lo que llamamos estado del mundo es el estado de la desgraciada humanidad que somos, inevitablemente compuesta por viejos que fueron jóvenes, por jóvenes que serán viejos, por otros que no son jóvenes y todavía no son viejos. ¿Culpas? Oigo decir que todos las tenemos, que nadie puede presumir de ser inocente, pero me parece que semejantes declaraciones, que aparentemente distribuyen justicia por igual, no pasan, si acaso, de espurias recidivas mutantes del llamado pecado original, que sólo sirven para diluir y ocultar, en una imaginaria culpa colectiva, las responsabilidades de los auténticos culpables. Del estado, no del mundo, sino de la vida.

Cuerpo flotando. Los inmigrantes se ven obligados a arrojar al mar a sus propios compañeros muertos.

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Fusilamiento de ocho inocentes estudiantes de Medicina


Era la tarde del viernes 24 de noviembre y los alumnos del primer curso de Medicina esperaban en el Anfiteatro Anatómico la llegada de su profesor, doctor Pablo Valencia y García, quien a las 3:00 p.m. debía impartir una clase de Anatomía. El anfiteatro estaba ubicado en lo que hoy es la calle San Lázaro entre Aramburu y Hospital, muy próximo al cementerio de Espada que en aquella época no se había aún clausurado.


Al enterarse los estudiantes de que demoraría la llegada del profesor, por un examen que tenía en el edificio de la Universidad, situado entonces en la calle O’Reilly esquina a San Ignacio, se dispusieron varios a asistir a las prácticas de disección que explicaba el doctor Domingo Fernández Cubas. Algunos entraron en el cementerio y recorrieron sus patios, pues la entrada no estaba prohibida para nadie. Otros, al salir del anfiteatro, vieron el vehículo donde habían conducido cadáveres destinados a la sala de disección, montaron en él y pasearon por la plaza que se encontraba delante del cementerio. Los nombres de estos últimos eran Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos y Juan Pascual Rodríguez. Por otra parte, un joven estudiante de 16 años llamado Alonso Álvarez de la Campa, tomó una flor que estaba delante de las oficinas del cementerio.

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Foto+Caricuratura

Habitante de una rosa, radiante
Entre la interminable cópula, he figurado
Al humano creador, dualidad
Terrícola y sideral (y no lo sabe).

Fui culposa frente a mi poder,
Y la luz divina que me engrosa
Fue también mi feroz enemiga.

Desde esta misma ventana, compañera
Paralela, añoré mi lejano origen
Galáctico, y en la heroica montaña cada tarde
Mi tristeza de cautiva luna.

Voy a morir
Y no quiero, como todos,
No puedo: cada célula de este organismo,
Memoria de pudrición y eternidad, sabe
Que soy inmortal, y que mi patria es el espíritu.

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Osvaldo Socarrás MartínezOsvaldo Socarrás Martínez nació el 27 de noviembre de 1918 en el seno de una familia humilde de la barriada del Carmen, de Santa Clara, donde transcurrió su niñez en medio de las estrechas económicas y sociales propias de los sectores poblacionales más explotados, e incluso, discriminados por el color de la piel.

Justamente por esas razones, solo tuvo la posibilidad de estudiar hasta el quinto grado en una escuela pública, pues las necesidades del hogar reclamaron pronto de sus brazos para coadyuvar al exiguo presupuesto familiar. De tal modo, no le fueron ajenas ocupaciones tan modestas como limpiar zapatos, recoger botellas, hasta que se inició el oficio del barbero.

 

En busca de un destino más prometedor, en 1934 enrumbó sus pasos hacia La Habana, pero la sociedad imperante en el país no estaba diseñada para satisfacer las aspiraciones más nimias de los desposeídos. Tuvo entonces que conformarse con la función de parqueador de autos en los predios del Parque de la Fraternidad, donde entabló amistad con los hermanos Almeijeiras; Roberto Mederos, Pablo Cartas y otros jóvenes igualmente insatisfechos de la situación reinante.

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Manuel AscunceNo les importaron sus dieciséis años ni la infancia aún latente en sus pupilas. Sus jefes de la CIA les habían ordenado detener la Campaña de Alfabetización y acabar de una sola vez con aquellos jóvenes que habían invadido la montaña, cargados de libros y esperanza, enfrascados en la noble misión de llevar la enseñanza al campesino humilde y abrirle el destino de forma promisoria. No les importó, pues, la niñez de Manolo cuando fueron a buscarlo aquella noche en la pequeña casita de la finca Palmarito, ubicada en barrio rural de Río Ay, en Trinidad. Amparados en la oscuridad, varios miembros de la banda de Julio Emilio Carretero, entre los que se encontraban Pedro González y Braulio Amador Quesada, llegaron hasta el bohío del campesino Pedro Lantigua, movidos por malas intenciones.

—¡Pedro, Pedro, abre la puerta! —conminaron al morador de la vivienda—, somos tus compañeros.

Pedro LantiguaEl campesino no abrió de inmediato. Recelaba de esta visita y sólo cuando pudo verlos vestidos de milicianos se decidió a hacerlo. Como fieras se abalanzaron sobre él y le arrebataron el fusil. El niño alfabetizador salió entonces del cuarto y encaró a los bandidos a pesar de los ruegos de Mariana, la esposa de Pedro, quien dijo que era un hijo de ellos.

—¡Yo soy el maestro! —exclamó sin temor en la mirada.

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